La pregunta sempiterna por el sentido del ser, con la que inicia cualquier
posibilidad de filosofar o de pensar meditativo, choca hoy con una ruidosa
imposibilidad discursiva, animada en la evidencia de andar sin sentido. En los
hablantes de turno, expertos unos y hechiceros otros, reconocemos al ser irremediablemente
situado: el ser ahí, cuyo dominio mundano resulta cargado de perplejidad, contradictoriamente
inmundo e indómito por sí mismo. Dominado, controlado y confinado por fuerzas y
órdenes externos.
La levedad insoportable, lo efímero imperante, la unidimensionalidad
victoriosa nos acercan día a día a la nada; no a una pluralidad de sentidos
sino al sinsentido, a la vaciedad, a la vacuidad, al retorno de la angustia
eterna encubierta en pócimas de diversión, consumo y hedoneidad o espectáculo,
clausurados al momento como eventos masivos bajo la gubernamentalidad del
cuerpo enclaustrado y sin apertura a los otros, alimentada por saberes
bioquímico y virológico.
La angustia sobreabunda. No ante la condición de existir aherrojado en
el mundo sino ante la posibilidad de morir, de dejar de estar. La angustia
reconfigura los meandros del miedo a la cercanía, a los fluidos, al contacto
humano, al contagio y a la transmisión. Miedo a perder la vida, contra toda
lógica, mientras se está viviendo; porque los cuerpos en trato diario transportan
enfermedades y muerte en sí mismos, sin haberlo deseado, permitido o decidido. Cuerpos instituidos que se debilitan y se
hacen emisarios de la muerte colectiva.
Si la materialidad, la Physis ha resultado hasta ahora un límite a la
condición humana, es ella misma en cuanto estructura, molde y forma de la
vida humana la que anula la significación del ser con otros, obliga al
distanciamiento, provoca el aislamiento que no sólo previene ante la
posibilidad de morir sino que cede la orientación y control de la cotidianidad
a la irresistible aquiescencia de la institucionalidad política, ordenadora de
la biología, de la dinámica y de la voluntad de los cuerpos encerrados y los
contactos clausurados. Padecemos una especie de aplazamiento del tiempo humano,
en cuanto vivimos sin vivir; prisioneros del orden social que administra al
detalle, vigila celosamente y castiga con severidad la espontaneidad del vivir
para sí, justificándose en la advertencia por la democratización del hacer
morir.
Tal vez lo más recalcitrante del actual periodo de encerramiento sea la
no voluntariedad del mismo, lo que inaugura un periodo de la existencia humana
vacío de intercambio social, en el que la autoridad sobre el cuerpo ha sido
incorporada, cedida al gobernante so pretexto de llenar de contenido la
existencia social, mientras se vacían las calles, las escuelas, los lugares de
ocio, los entornos productivos, los escenarios del amor y el entretenimiento grupal
y colectivo; el mundo de la vida.
Ocupados en no morir, mientras la coexistencia queda en suspenso por alta
y baja manifestación viral, desde el mundo que se supone a sí mismo civilizado se
escucha la algarabía de quienes reclaman el sacrificio de los cuerpos fatigados
por el paso del tiempo. Que las generaciones pretéritas resistan pareciera no
hacer parte de acuerdos societales por el reparto igualitario del bienestar, imputando a los
cuerpos viejos un estado patológico y peligroso que puede deprivarse del uso
hospitalario ante el desgaste de su potencial para producir anticuerpos y la
carencia de suficientes implementos sanitarios. El
homo economicus reduce así la existencia humana a la capacidad de respuesta
molecular ante un virus; sin importar su evidente presencia sobre todos los géneros,
sectores, clases, colectivos, grupos e individuos considerados en riesgo.
Si la pregunta griega dibuja un cuerpo prisión del alma, lo que hoy nos
encontramos es un cuerpo prisionero de sí mismo, inmóvil, encajonado, peligroso;
sin posibilidades de experimentación de la experiencia alterativa en aquello
que define y da funcionalidad al mundo humano; en medio de gubernamentalidades que
despliegan estrategias de contención y confinamiento tan populares como inusitadas:
el orden de lo social se institucionaliza y se hace a sí mismo pandémico en
tiempos de pandemia.
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