jueves, 30 de abril de 2020

Patente de Corso (I y II)

El pillaje ha sido alimento de la política desde los tiempos en los que, a cambio de raponear todo un continente, se lisonjeaba a los indígenas con espejitos engañosos. Bien advertía Maquiavelo que la política consiste en el arte de engañar. De hecho, el mismo Bolívar que nada gustaba del Florentino, se quejaba de que “por el engaño se nos ha dominado más que por la fuerza”. Ambos, sin duda alguna, no sólo observaron el presente de sus sociedades, tan disimiles; sino que se tornan profetas en estos tiempos de monstruosa posverdad y elaboración de mentiras y truculencias destinadas al control mediático de los públicos, mientras se tecnifica la ratería rapaz de los recursos públicos.

Necesitados de instituciones fuertes que hagan robusto el accionar estatal en favor de intereses colectivos, nuestro panorama no puede dibujarse más truculento, engañoso y rapaz:


El altísimo costo del entramado burocrático, tan crecido como inane; cuya esterilidad se reedita entre el nivel central y los territorios departamentales y municipales con competencias bicéfalas y disputadas, no sólo fatiga el presupuesto público sino también aminora los recursos para atender las necesidades de la población. Un sartal de empleos inútiles cuando no ficticios, mientras las escuelas urgen más docentes y profesionales de apoyo ante las demandas socioeconómicas incidentes en la calidad de los aprendizajes, y los hospitales agonizan sin recursos suficientes para atender planes básicos y emergencias sanitarias episódicas, epidémicas o, menos aún, pandémicas.

La rama judicial también ostenta un cúmulo de consejos y altas cortes con salas tan particularistas como ineficaces para proveer la seguridad jurídica debida al público en las democracias, mientras en los juzgados municipales y promiscuos los jueces fallan porque no pueden fallar bajo montañas de procesos a la espera. Escándalo tras escándalo, muchos jueces y magistrados repiten las mañas que deberían sancionar y penar, naturalizándolas. Sumado a ello, un congreso de proporciones gigantescas y de actuación paquidérmica cuyo costo inmerecido sostiene el ritmo con el que secreta leyes y las desmonta al vaivén de la batahola gritona y de la conveniencia de las clases pudientes.

Un nutrido instrumental institucional dedicado al control, no controla: aunque la nación cuenta con Auditoría General, Contaduría General, Contraloría General, Procuraduría General, Superintendencias, Personerías e incluso con Fiscalía General, los delitos contra la fe pública, contra la administración y contra los derechos básicos y fundamentales no dan tregua. Pese a que en ocasiones se logran actuaciones preventivas y condenas de singular importancia, tal conglomerado no hace mella alguna a la voracidad y rapiña con la que se apropian del erario con frecuencia y cantidad sin medida; como si se hubiesen expedido patentes de corso para adueñarse de lo público como un botín que convierte el trámite electoral en una guerra a muerte por el control de los dineros públicos.

Como si fuera poco y pese a que la democracia republicana debería contar con una prensa aguerrida y comprendida como “artillería del pensamiento” como dijera Bolívar al fundar el Correo del Orinoco, hemos caído en la comodidad palaciega de medios complacientes que ocultan tanto como disculpan a las autoridades y funcionarios en lugar de investigarlas y exponer sus exacciones al escarnio de la opinión. El trato discrecional y silencioso a la “Ñeñepolítica” y la compra de votos alrededor de la campaña para la Presidencia de Iván Duque es apenas uno entre los últimos y lastimosos episodios de semejante desentendimiento con el compromiso frente la opinión pública.

Al tiempo que se padece la inacción de un funcionariado más clientelar que técnico, la pérdida de señorío en las autoridades judiciales y el indulgente servilismo de los medios informativos, la población soporta el peso feudal y dependiente de nóminas paralelas tan agigantadas como, no pocas veces, innecesarias, a las que se suma el costo del personal que administra y del que, finalmente, ejecuta y opera los proyectos, intervenciones y obras en el terreno. Mientras tanto, a punta de socaliñas y ardides cada vez más los asalariados cargan con el peso de la nación, al tiempo que los acaudalados industriales, comerciantes y financistas son desproporcionadamente descargados con generosas exenciones y prebendas.

En suma, nuestro institucionalismo no creo “un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos, los hombres y las cosas” sino una rosca inamovible apretada con firmeza para no perder un solo privilegio de las elites y las clases emergentes protegidas por estas mientras se exprime hasta la saciedad bolsillos y carteras de la gente asalariada por vía impositiva, se fatiga el erario a más no poder por la acción de ladrones profesionales, se perpetúa la especialización de corporaciones privadas expertas en contratación pública y se alimentan empresas electorales que cierran y dan solidez al circuito entre los negocios privados y la apropiación de lo público.

Las alternativas que podrían contribuir a mejor el escenario decisional colombiano, aunque se escuchan con timidez y tienen en su contra un entramado institucional tramposo que ha demostrado ser incapaz de transformarse, deben ser suficientemente expuestas y sopesadas.

Pese a que las instituciones colombianas han evidenciado en dos siglos altos niveles de aquiescencia con grupos y facciones que se hacen al control del aparato estatal a conveniencia, una democracia que se proponga funcionar alguna vez precisa definir el tamaño, el nivel y la intensidad con la que se plantea actuar de manera eficaz y reglada para la protección, salvaguarda y garantía de la vida, los derechos y las libertades del público que aspira a que el Estado sea algo más que una entelequia lejana a su cotidianidad. 

De hecho, afirmaciones rastreras según las cuales quien espera la actuación del Estado es un “atenido” que “todo lo quiere gratis” en lugar de actuar “por su propia inventiva” olvidan el fundamento por el que el Estado existe, según Hobbes, no sólo para preservar la propiedad y sus fueros mediante la fuerza del más fuerte sino para satisfacerse con la misma libertad que resulta provechosa a unos frente a otros. El que el neoliberalismo y bajo el modelo de capitales opere cierta arrogancia plutocrática que sostiene el imperio de la desigualdad evidencia un límite insostenible que socava la naturaleza misma del Estado. 

Las instituciones están dotadas de una fuerza cohesionante que, más allá de las ideas pero con fundamento en ellas, encarnan al Estado y lo hacen actuar para encausar las ejecutorias de quienes lo administran, sobre principios, fines y ordenamientos filosóficamente nobles y deseables, jurídicamente legales y válidos y políticamente deseables y legítimos. 

Si las exacciones de los gobernantes y de los particulares que prestan funciones en nombre del Estado resultan ofensivas al público, disciplinables y sancionables por los organismos de control y las autoridades judiciales, ocurre a cuenta de la vulneración de las orientaciones y procesos fijados en normas cuya naturaleza social no puede quedar al arbitrio particular ni corporativo. 

Así suene lejano a lo que ocurre en la cotidianidad, el fundamento del Estado es lo que lo justifica; a menos que se acepte que su imposición obedece al prurito autoritario de quien, asido de sus herramientas, gobierna para sí mismo o los suyos. 

Si bien es cierto que la complejidad institucional requiere un conjunto de decisores y operadores distribuidos en funciones legislativas, administrativas y logísticas, el peso de tal aparato no debe cargarse de manera oprobiosa al bolsillo de los aportantes. De ahí que su cálculo deba corresponder a propósitos constitucionales y a reclamos societales que faciliten la operación institucional mientras promueven iniciativas gestadas por diferentes actores y procesos estimulantes del desarrollo local y territorial. 

Dado que la brevedad decisora ni la celeridad ejecutora garantizan la concreción de los fines del estado y la erosión del pillaje particularista, la sociedad política requiere preservar el bien del mayor público mediante un sistema penal y disciplinario que actúe con contundencia y firmeza y cuya capacidad coercitiva y disuasoria extinga la apropiación particularista del erario y el uso de los monopolios estatales para el servicio de actores ilegales, postores rentabilistas y funcionarios abusivos. 

La supervivencia del ideario feudal en plena república democrática ha superpuesto a las formas de lo nacional el interés y las necesidades corporativas y clientelares de señores, cófrades y domeñadores de políticas en pequeñas repúblicas gobernadas por casas electorales y movimientos políticos que operan como microempresas mercenarias y cofradías corporativas o carteles dedicados al control y direccionamiento de la contratación, el personal y la políticas de un ente territorial; recortando y extinguiendo los propósitos de la institucionalización y la burocratización, en desmedro de la vida asegurada y contrarios a la realización de derechos y libertades. 

Restituir los fueros de las instituciones reclama el desmonte de legisladores venales y pendencieros y la restitución de organizaciones partidarias sólidas, articuladas más allá del gamonalismo tanto como de la autoconvocatoria, para que sea posible “un gobierno en que la ley sea obedecida, el magistrado respetado y el pueblo libre: un gobierno que impida la transgresión de la voluntad general y los mandamientos del pueblo” 

¡Dadnos leyes inexorables”, imploraba Bolívar en plena Convención de Ocaña de 1828 y lo sigue haciendo hoy en la señora que grita desesperada en una venta de pescado, a la que acusan de atenida justamente quien, doscientos años adelante, debería garantizar que el peso de las instituciones estatales le favorezca, también a ella!

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CuestionP Aportes para una teorìa polìtica de la afrodescendencia por Arleison Arcos Rivas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 2.5 Colombia.

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