Hacer humor es una cosa sería. Quienes se toman como un chiste la diferencia étnica, las identidades de género, las identidades sexuales, las discapacidades o disfuncionalidades, deberían volver a pensar no sólo la forma de sus expresiones humorísticas sino igualmente su contenido y sus repercusiones.
Tal vez ciertas formas de humor resultaran tolerables en los viejos tiempos, cuando todo valía. Entonces, las mujeres - condenadas al ámbito de lo doméstico - apenas si importaban a la discusión de lo público, bajo el supuesto con contenido bíblico de su indiscutida subordinación al marido, al macho; al hombre. En esas épocas, las personas con orientaciones o identidades sexuales diversas, pasaban de agache, silenciosas y vergonzantes frente a quienes, closet afuera, se consideraban a sí mismos normales. De tales calendas, quienes advertían su diferencia étnica para nada importaban a la opinión pública en un país que ni siquiera había accedido a concederles como propia su identidad cultural o reconocimiento de derecho alguno.
En ese contexto, la sátira, el ridículo, la ironización o la burla no sólo se veían bien sino que, además eran promovidas y estimuladas como formas válidas del humor. Al calor de tales comprensiones, crecieron un sinnúmero de personajes en radio, prensa y televisión que, pese a resultar odiosos para muchos lectores, oyentes y televidentes, eran silenciosamente tolerados por un público poco afecto a expresarse en las calles, en un país en el que resultaba peligroso buscar reparaciones públicas frente a cualquier forma de discriminación; incluidas las identidades étnicas y culturales.
Hoy las cosas han cambiado. El arribo de un nuevo modelo societal en el que la garantía de derechos se impone sobre la subrogación y la subordinación han dotado de voz a quienes antes, prisioneros del mutismo infantil, de género, étnico, sexual o discapacitado, padecían la impune y estruendosa risa de los más; aquellas y aquellos para los que está bien convertir la diferencia en objeto de burla.
Por eso se veía -y mucho aún ven - bien que los humoristas desplieguen sus personificaciones sin disculpa alguna por mofarse de estéticas, regiones, opciones o pertenencias cuya apariencia resulta hilarante en la imagen caricaturizada, exotizada y exagerada presentada por los humoristas y cuentachistes. Incluso estaba y está bien para las y los más afirmar que no hay problema en reírse de quienes así son presentados , porque se trata de piezas humorísticas que - afirman- no hacen daño alguno. De hecho, alegan igualmente que la excesiva corrección política terminará por producir un mundo melifluo en el que nada podrá ser hecho o dicho sin que resulte ilegal, indocoroso o indignante; constriñendo a la libertad de expresión hasta el peligroso extremo de la intolerancia.
Lejos de tal exabrupto, me gustaría pensar que podemos vivir en un país en el que, antes que radicalizarnos en las orillas de las inveteradas causas y culpabilidades, podamos imaginar por un momento un paisaje cultural en el que la diferencia no tiene por qué resultar un fardo ni pesar negativamente o en contra de nadie. Antes que declarar paranoicas inocencias y melancólicas indignidades (Collete Soler), avistemos un escenario en el que, siendo el humor un instrumento humano incomparable para vigorizar y energizar intensamente nuestra cotidianidad, los humoristas se sumen a las filas de quienes buscan maneras eficaces para exorcizar los males de nuestra sociedad, antes que para estimularlos.
El humor ha sido siempre y puede seguir siendo una herramienta de denuncia, cuestionamiento, contradicción y propuesta frente al desaire de los poderosos, ante la mentira, el amor, el desamor, la angustia de vivir, las situaciones cotidianas, la pesadez del mundo, las carencias y los excesos de todo tipo. El humor incluso puede hablar y hablarle a los hombres, a las mujeres, a los niños, a sus pasiones, a sus temores, a sus dudas, a sus ilusiones, a sus esperanzas y a sus desesperanzas, sin que por ello resulte hiriente, perverso, indecoroso o infecto de odios.
Apuesto por aportarle a una sociedad capaz de entender que nada benéfico hay en aceptar personificaciones del humor que puedan doler, hacer daño y resultar gravosas y deletéreas.
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