domingo, 14 de julio de 2013

Las ciudades: Territorios de nueva ancestralidad

La identidad debe ser entendida, desde una dimensión política, como una poderosa arma; como un instrumento insurgente contra el poder.
Patricio Guerrero
Este trabajo aporta a la comprensión de las relaciones entre territorialidad, poblamiento, identidad cultural y vida urbana en el contexto preparatorio de la movilización étnica hacia el Congreso Nacional Afrocolombiano.

La ancestralidad no se reduce al asentamiento en un determinado territorio ni se corresponde con la tradición de ocupación del mismo. De hecho, partiendo de una concepción biopolítica y culturalista, habría que insistir en romper con tradiciones esencialistas que limitan la pertenencia étnica y cultural al vínculo identitario con quienes, portadores de tradiciones localizadas en espacialidades concretas, manifiestan su procedencia. La procedencia, entonces, no resulta sinónimo de ancestralidad; pese a que puedan rastrearse tradiciones y costumbres arraigadas en las prácticas de sujetos provenientes de determinados territorios.

Esta concepción abre a la reflexión respecto del significado que cobra el que, siempre nacidos, avenidos o allegados en ellas, entre las y los afrodescendientes se cuenten siete de cada diez habitando, viviendo, inventándose y sembrando ancestralidad en las ciudades; pese a que "la ciudad no dice su pasado"(Calvino, 1998).

Una comprensión de la ancestralidad y la territorialidad

Ancestralidad y territorialidad constituyen dos procesos diferentes en la construcción identitaria y la invención de un pueblo étnico; si bien sus imbricaciones articulan un tejido denso, cuya trama produce significaciones complejas que vinculan el pasado, las tradiciones, los usos y costumbres, las maneras de ser, las cosmovisiones y comprensiones, las sacralidades y profanidades, los procedimientos decisionales autónomos, las relaciones intergeneracionales, intersexuales y entre géneros, llegando incluso a imprimir un sello particular al entramado institucional, la división del trabajo, la distribución de beneficios societales y la asignación roles y funciones al interior de una comunidad o un pueblo.

Bajo esta consideración, la ocupación histórica de un determinado territorio por parte de quienes en él componen y reconfiguran los rumbos de la vida personal y colectiva constituye el fundamento manifiesto a partir del cual se produce la apropiación del mismo, más allá de cualquier concepción o definición legal o constitucional<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]-->. La posesión de la tierra demarca igualmente la pertenencia, en la medida en que quienes operan prácticas de asentamiento, distribución, trabajo y preservación de la misma lo hacen bajo el derecho que les da el haberla domeñado a lo largo del tiempo, imprimiendo a tales labores presencias identitarias que condicionan, caracterizan y manifiestan  el talante de sus ocupantes históricos, sus legatarios y sus sucesores; lo que habitualmente se denomina ancestralidad; con la que se codifican las construcciones de las identidades, en cuanto éstas constituyen “un sistema de relaciones y representaciones resultante de las interacciones, negociaciones e intercambios materiales y simbólicos conscientes de sujetos social e históricamente situados (Guerrero Arias, 2004, 100).

Así, prácticas y categorías como derecho consuetudinario, prácticas tradicionales, identidad cultural, vida comunitaria, preservación ambiental; suelen verse referidas a la presencia de un grupo humano en un determinado territorio, articulando discursos sociales identitarios que ponen en boca de líderes y asambleístas afirmaciones según las cuales el territorio es la vida misma de la comunidad. Con ello, lo que se significa, no siempre con suficiente conciencia, es que la identidad que el territorio contribuye a densificar es un escenario en el que las propias concepciones de vida se ramifican, solidifican y esgrimen en lo público frente a otras comprensiones, incluidas las institucionales, articulando una dualidad actuacional por la que el poder se manifiesta y constituye en “la capacidad de provocar efectos intencionales sobre los seres, las cosas y los acontecimientos, para lograr el control de recursos, de los bienes materiales y simbólicos” (Guerrero Arias 2002, 119).

El terruño y su domeñaje resultan entonces fundamentales a la hora de exhibir y actualizar el expediente histórico con el que se demuestra la presencia y se reconstruye la existencia de un pueblo. Sin embargo, el apego a la tierra puede mutarse voluntaria o forzosamente; tal como se evidencia a lo largo de la historia humana, producto de decisiones personales, familiares o colectivas de migración a la caza de nuevas oportunidades de vida, o tras el impacto desarticulador producido por el dominio y prevalencia de actores violentos y señores de la guerra que instalan tecnologías de terror y miedo ante las cuales la huida o la muerte constituyen alternativas excluyentes.

A consecuencia de estos procesos de desenraizamiento, despoblamiento y desplazamiento, emergen comprensiones oxigenantes de la expresión identitaria que, más allá del museo y la petrificación, asumen en tiempos y espacios nuevos la recomposición de la vida como un asunto político:  “Los procesos de etnicidad reconstruida frente a las nuevas situaciones sociohistóricas; el proceso de reinvención de la tradición por el que costumbres, aparentemente seculares, adquieren una contemporaneidad política; o cómo a los hechos contemporáneos se los carga, estratégicamente, de ancestralidad, son expresiones de la función política de la identidad y de cómo esta opera como estrategia consciente para orientar la lucha social (Guerrero Arias 2002, 121)

La ancestralidad, puesta en escena bajo el telón del destierro y del desarraigo, se enfrenta a las dinámicas turbulentas del escenario urbano; revelando “un modo de entrar a habitar la ciudad a la fuerza y de hacer la ciudad a tientas: en medio del traumatismo de los impactos de la violencia sobre la vida personal y colectiva de los campesinos, estos entran a morar en la ciudad sin sentirla suya, identificándola como vía de escape y como oportunidad para conservar la vida. Un espacio en el que se espera que, al menos, las cosas no empeoren; espacio en el que los ritmos de la vida se marcan al eco de los recuerdos del grito de la huida o al compás de la búsqueda de oportunidades en la gran ciudad (Arcos Rivas 2010, 31).

Bajo el telón de las lucecitas con las que la noche dibuja la acelerada intrusión y asentamiento principalmente sobre cerros y terrenos denominados de alto riesgo (otros opinan que de alta inversión), los recién llegados se suman a los nacidos y a los avenidos desde tiempos en los que la memoria traiciona hasta informar que “acá antes no se veían negros (Mosquera Rosero 1998); penetrando la indiferencia y el agite de las ciudades e imprimiendo, de nuevo, rumbos identitarios que se cuecen en el claroscuro de la cotidianidad, la individuación y la fragmentación promovidas por la vida urbana, frente a la sacralidad, la comunitariedad y la vecindad vividas y aprendidas en las vertientes originarias.

En el choque entre vida urbana e identidad colectiva, quienes se reconocen pertenecientes a  pueblos étnicos aprenden a valerse de la memoria para vivir como lo que se es y se ha sido; procurando legar a los hijos una herencia que, también estos deberán significar y validar a partir de los códigos reproductivos de la negociación cultural.

Superando seccionalidades difusas, habría que entender entonces que el reconocimiento de la común descendencia africana se instala como elemento unitario que permite el reconocimiento y valoración de la ocupación territorial isleña, litoral, ribereña, palenquera, campesina o citadina con las que, amén de poder denominarse palenqueros, isleños, chocoanos o afroantioqueños; todas y todos podemos encontrarnos recogidos en un genitivo como el de afrodescendiente, que  recoge tales singularidades en la significación de la herencia de África en cada territorio en el que, a lo largo de la historia, pudo preservarse, expresarse, manifestarse y reconfigurarse tal legado existencial, social y político.

<!--[if !supportLists]-->2.       <!--[endif]-->La problemática relación espacial campo – poblado

Si bien diversas tradiciones antropológicas; especialmente indigenistas, han vinculado la pertenencia identitaria al asiento territorial; ello de suyo puede discutirse en la medida en que, entre las y los afrodescendientes, la comprensión de tal pertenencia desborda el territorio y se apuntala desde la adscripción por la que, de acuerdo a marcadores de diferencia incorporados a la propia identidad, sujetos que se reconocen como pertenecientes a ese pueblo o grupo étnico exhiben tal pertenencia en lugares, situaciones o posiciones por encima de cualquier frontera o reminiscencia geográfica con la que se haya tenido o se tenga contacto.

Frente a dinámicas de escape territorial de tipo liberal, las identidades étnicas se levantan y consolidan también en las ciudades, sin reconocer a estas como límite para la defensa y consolidación de la vida cultural nacida, interpretada y reinventada en el contacto con la que se hereda de los padres y sus convecinos. Ello porque, mientras la ubicación geográfica constituye un antecedente social y demográfico, la pertenencia identitaria y el reconocimiento cultural se ubican en una dimensión histórica y política que da sentido a las locaciones y espacialidades de la vida. Esta dualidad identitaria puede recogerse incluso en sociedades políticas bajo el imperio de una constitución, tal como ocurre en aquellos países que han reconocido y reafirmado formas de autogobierno y regencia territorial  autonómicas o aquellas que, bajo un extenso tendido legal, permiten y autorizan formas legislativas y jurídicas propias con fundamento étnico ancestral; como quiera que la identidad política está asociada, en todos los casos, a alguna concepción territorial.

Lo que no suele presentarse sin discusión de por medio es la extensión de derechos que quiera concederse o se esté dispuesto a reconocer a quienes argumentan un vínculo existencial, social y político con un territorio del que depende o se da forma a la vida colectiva para demandar espacios políticos al margen o independientes de las hegemonías políticas concéntricas; como ocurre con los reclamos del pueblo afrodescendiente, dentro del modelo constitucional y legal colombiano, por una mayor autonomía, en los términos en que pueda desarrollarse el articulado de la ley 70 de 1993.

Tal autonomía, entendida como la “capacidad de autogestionar, autosustentar y decidir sobre el proyecto de vida como comunidad negra sobre la base de una territorialidad ancestral”; “integra la visión y la acción política con la práctica cultural y el contexto natural” (Grueso Castelblanco 2000, 107), fomentando la concertación, la consulta previa y la participación directa de las comunidades en el soporte decisional del desarrollo local.

La autonomía política que se reclama hunde sus raíces en la articulación de la vida comunitaria y cultural por fuera de los límites del control, inspección y vigilancia estatal que resultó posible gracias a la dispersión geográfica, la lejanía de los centros urbanos en los que se concentró la mayor parte de la población y la invisibilidad con la que la inacción estatal separó  de las dinámicas productivas y de la gestión pública gruesas capas territoriales conquistadas por el tesón y la persistencia de colectivos étnicamente diferenciados, gestores de formas alternativas de desarrollo sustentados en la protección, cuidado y sostenimiento ambiental, cultural e identitario.

Estos modelos de desarrollo autonómico, al verse conectados y afectados por las dinámicas de poblamiento, producción y administración de la sociedad integrada, condicionan los rumbos de la vida y producen disparidades que, leídas en términos de indicadores, representan negativamente a estas poblaciones en el disfrute de beneficios, derechos y garantías de las cuales deberían poder gozar por su incorporación estatal y de los cuales permanecen al margen producto de decisiones institucionales que perpetúan un estado de insatisfacción abiertamente insostenible, fuertemente marcado por la estigmatización, la inacción estatal, la intervención precaria o la burocratización que disminuye las posibilidades de una incorporación respetuosa e interculturalmente valiosa de las propias comprensiones y tradiciones en el discurso nacional.

Para las y los afrodescendientes, el juego cultural obedece a la práctica identitaria que les permite reconocer en la biografía personal, en las trazas poblacionales y en la historia compartida las raíces que, bajo distintas expresiones, remiten a la progenie, procedencia y herencia de África en este país. En ese contexto, la relación campo – poblado, no sólo dibuja la continuidad geográfica que nace del proceso de incorporación de vastos sectores territoriales y poblacionales al contexto nacional sino además particularidades que han permanecido (e incluso permanecen) ausentes, negadas o invisibles en tal relato; y que constituyen el soporte que permite identificar las representaciones, costumbres, tradiciones, prácticas y manifestaciones artísticas y culturales a las cuales sus cultores se han hecho a lo largo de su historia y que constituyen el patrimonio simbólico que les caracteriza y les diferencia de otros grupos.

Sin embargo, tal pertenencia no les aísla del conjunto poblacional que, como estos, puede ser identificado y se identifica como afrodescendiente; como tampoco les convierte en fósiles o expresiones petrificadas de un pasado que permanece virginal e intocado. El aislamiento geográfico, a diferencia de quienes han vivido y seguirán viviendo en la ciudad, lo único que garantiza es que puedan situarse en espacialidades inconfundibles las procedencias de hablantes o practicantes de tradiciones específicas, muy al estilo de quienes, aun bajo nuevos códigos constructivistas y contextualistas, ejercitan ciertos saberes académicos a la usanza de la antropología física y la biología naturalista de viejo cuño.
  
<!--[if !supportLists]-->3.       <!--[endif]-->La ciudad como escenario de nueva ancestralidad

Las ciudades, con sus formas institucionalizadas y sus prácticas individualizantes, atomizadoras y fragmentarias, constituyen el peor escenario para la supervivencia identitaria y cultural ancestral tradicional; en la medida en que, por fuera del territorio que les da sentido, pierden su fuerza vinculante y tienden a reflejar exotización y esencialismo. Sin embargo, la vida en la ciudad resulta retada por comprensiones culturales tradicionales y nuevas con las que los grupos de adscripción, sin renunciar a las expresiones de su propia subjetividad, acceden, defienden y recomponen códigos y patrones culturales identitarios que les vinculan individual y colectivamente a un grupo étnico del cual se hacen y sienten partícipes.

De manera superlativa, frente a la nacida en el contexto rural, isleño, ribereño o campesino tradicional, la adscripción étnica en el espacio urbano constituye un claro reto al poder instalado que entroniza prácticas y discursividades monoculturales y nacionalizadas; en las que los usos, saberes, haceres y prácticas tradicionales son exaltados para ser fabricados y vendidos por una industria cultural rentabilistica de la identidad, de la cual pueden participar, incluso ingenuamente, sujetos pertenencientes a comunidades, grupos y pueblos étnicos.

Por ello, cuando en la ciudad se habla de preservación cultural, bien valdría la pena preguntarse si lo que se quiere es la perpetuación del pasado, sin la consideración de cómo este resulta transformado, reconstruido, reconfigurado e inventado por las generaciones presentes, mucho más, cuando tal movimiento pretende la recuperación bajo representaciones que esencializan las formas de hacer, saber, decir y crear nacidas por fuera del propio territorio.

A las puertas de entrada de una identidad cosmopilita, (Bilbeny 2007), que exalta el pluralismo universlista, niega valor al particularismo cultural, promueve el retraimiento del multiculturalismo y se ofusca con la diferencia (Sartori 2001); resulta prioritario entender el significado de la adscripción étnica en contextos de nueva ancestralidad como son las ciudades colombianas en las que vive hoy la gran mayoría de quienes se identifican biológica, social y culturalmente con la descendencia africana.

Por ello, más allá de las políticas culturales, la cultura se hace política al concebir que identidades articuladas sobre  su invención étnica constituyen una respuesta de poder; en la medida en que develan las estrategias con las que actores étnicos despliegan en escalas y procesos de duración variable “su capacidad de provocar efectos sociales mediante sus acciones y la reflexión sobre las mismas” (Guerrero Arias 2002, 121); orientando procesos organizativos y movilizatorios que acuden a fundamentos identitarios y culturales.

Ante los avatares del desarraigo bélico o las dinámicas de la migración a propia voluntad, las comunidades e individuos despliegan estrategias movilizatorias que terminan por tender redes asociativas y cadenas vinculantes con las cuales sostener en un espacio adverso los resortes de la ancestralidad étnica a la cual no se renuncia; como pretenden haberlo hecho los emisarios de la oficialidad (Guerrero Arias 2002, 120), y sí se aspira a hacer prosperar incluso en nuevos escenarios en los que tal despliegue inaugura espacios y circunstancias de contienda entre diferentes comprensiones de la vida. En los intersticios de la identidad, lo propio y constitutivo entra en procesos de negociación creativa con las maneras propias de la vida urbana, sus ritmos, sus sacralidades, profanidades y prácticas institucionalizas, convenidas o manifiestas; diversificando el paisaje, recomponiendo las relaciones, reconfigurando espacios, produciendo formas heterogéneas de marcación y apropiación étnica de la ciudad.

Sumados al proyecto de constituir una nación; antes que homogeneidad o igualdad los pueblos étnicos reclaman seguir siendo diferentes. Esta complejidad no está exenta de ambigüedades, limitaciones, fraccionamientos, perturbaciones e incomprensiones en el proceso de diseño institucional de políticas públicas; sin embargo,  no por ello se debería obviar la significación de semejante reclamo al que se acude por razones históricas y culturales con asiento en tradiciones y comprensiones articuladas entre el pasado y la contemporaneidad de las tradiciones identitarias gestadas en diálogo con los territorios en los que se configura la vida de los individuos y grupos pertenecientes a un pueblo étnico.

Hilvanar la propia identidad y reconstruirla en escenarios de nueva ancestralidad implica, por supuesto, dialogar con las procedencias alternativas que nutren el pasado y las tradiciones con las que el propio pueblo y los otros identifican el contenido de la diferencia que se defiende públicamente. Precisamente por ello habría que reconocer igualmente que en las ciudades se continúa tejiendo la trama étnica, no sólo por la presencia en ella de quienes provienen de otras latitudes y la ocupan en condición de migrantes y pobladores avenidos o allegados sino, además y fundamentalmente, porque significativas porciones de lo que constituye la expresión demográfica del pueblo afrodescendiente nace y configura su vida en ellas, gestando nuevas expresiones de vida personal y colectiva que absorben, reeditan, recomponen, remiten y condicionan las aprendidas, sabidas e incorporadas al patrimonio ancestral a partir de haber surgido en la condición citadina en la que, más allá de la aventura del migrante, se busca mejora individual, familiar y colectiva (Arboleda Quiñonez, 2012).

Hacerse un pueblo, entonces, no consiste exclusivamente en demandar la propiedad de un territorio sino además en vivir (y reclamar el poder seguir viviendo) bajo códigos y estrategias de reconocimiento de lo que se ha sido y se es, incluso por fuera de los denominados territorios ancestrales; cuyas sonoridades, sabores, colores, comprensiones, formas vitales, prácticas ocupacionales, maneras de relacionamiento, entre otras, se reinventan en espacialidades adversas, conquistadas a fuerza de resistir y reexistir en ellas, frente a ellas y contra su instalación determinista. Si se negara de plano tal posibilidad para los pueblos étnicos incluso en territorios urbanos, ¿qué sentido tendría reclamarla para las nacionalidades que se exhiben unas frente a otras? ¿Acaso el proyecto político de resistencia y reexistencia encarnado en un pueblo se agota en las fronteras demarcadas por una ley o un decreto?

En los prolegómenos del Congreso Nacional Afrocolombiano, resituar la discusión sobre la relación campo – poblado y la significación de la vida urbana en la que se escenifica la tensión y negociación cultural para la mayor parte de las y los afrodescendientes en el país implicará entonces enfrentar como retos los asuntos de nuestra constitución como pueblo portador de diferentes identidades, arropar la pertenencia territorial y sus múltiples expresiones en torno a la común herencia africana que las cobija, desentrañar los resortes del desarrollo a cuentagotas por el que los territorios y poblaciones en los que se escenifica la vida de las y los afrodescendientes resultan altamente representados en indicadores de miseria, pobreza y marginalidad; así como aunar las distintas voces que, provenientes de campos, poblados y ciudades resultan todas necesarias para que se sienta el peso de la identidad étnica como fundamento de un proyecto político articulado y articulador, con agenda propia y capacidad de incidencia poderosa.

Trabajos citados

Arboleda Quiñonez, John Henry. Buscando mejora. Migraciones, territorialidades y construcción de identidades afrocolombianas en Cali. Abya Yala, 2012
Arcos Rivas, Arleison. Ciudadanía armada. Aportes a la interpretación de procesos de defensa y aseguramiento comunitario. Eumed, 2010.
Bilbeny, Norbert. La identidad cosmopolita: los límites del patriotismo en la era global. Kairós, 2007.
Calvino, Italo. Las ciudades invisibles. Ediciones Siruela, 1998
Grueso Castelblanco, Libia Rosario. El proceso organizativo de las comunidades negras en el Pacífio Sur colombiano. Tesis de Maestría en Estudios Políticos, Cali: Facultad de humanidades y Ciencias Sociales de la Pontofocia Universidad Javeriana, 2000.
Guerrero Arias, Patricio. La cultura: estrategias conceptuales para entender la identidad, la alteridad y la diferencia. Abya Yala, 2002.
—. Usurpación simbólica, identidad y poder. La fiesta como escenario de lucha de sentidos. Universidad Simón bolivar - Abya Yala - Corporación Editora Nacional, 2004.
Mosquera Rosero, Claudia. Acá antes no se veían negros. Observatorio de Cultura Urbana, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 1998.
Mosquera Rentería, José Eulicer. Los grandes retos que debe resolver el pueblo afrocolombiano. Ediciones Licher, 2002
Sartori, Giovanni. La Sociedad Multiétnica: Pluralismo, Multiculturalismo y Extranjeros. Taurus, 2001.



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<!--[endif]-->
<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]--> Así, por ejemplo, la definición de baldío de los territorios en los que las comunidades de descendencia africana se han instalado a lo largo  y ancho del territorio nacional, constituyendo poblados conquistados monte adentro y río arriba de reciente (y pendiente) incorporación a la planimetría oficial, desconoce la presencia histórica de tales comunidades y sus prácticas de asentamiento, ocupación y producción en cuanto no han sido objeto del trato jurídico oficial o estatal. La ausencia de titulación no puede, por lo mismo, constituir la fuente del menoscabo de los derechos que le asisten a las comunidades a continuar viviendo y disfrutando de lo conquistado y ganado desde tiempos cuya memoria se funde en los recuerdos.

2 comentarios:

  1. Gracias por este artículo, das claridad sobre conceptos que pueden confundirse con facilidad. Además el argumento es estructural, de tono fuerte pero expresado de forma sencilla. Agradable e ilustrativa la lectura. Nuevamente gracias.

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Gracias por tu comentario.

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