Suele causar
sorpresa a los áulicos del gobierno el que se someta a discusión si interviene
o se acepta su presencia en eventos que,
de suyo, corresponden a las dinámicas propias de movimientos sociales, étnicos o populares. En el ámbito
local, tanto como en el regional y nacional, pareciera que si una figura
gubernamental no da el santo y seña para que se proceda en la realización o
conducción de las cuestiones públicas, al asunto le falta la sacrosanta y consabida
bendición que expresa la voluntad política del gobernante.
Con ello, lo
que se refleja es el influjo que las instituciones políticas y los cargos administrativos han logrado en la
definición de una agenda pública cada vez más gubernamental, en desmedro de la
autonomía de los pueblos y de los públicos organizados; constituyéndose así en una especie de viabilizadores de la actuación colectiva.
Sin embargo, las organizaciones
populares, los barrios altos de las grandes ciudades, los cientos de caseríos y
pueblos en buena parte del país, las organizaciones comunitarias de distinto orden y los liderazgos comunitarios de viejo cuño saben
con certeza que existen porque, tiempo atrás, el Estado no estaba, llegaba tarde o ni se consultaba
su interés; conscientes de que lo que la gente no hiciera por sí misma no ocurriría
en una nación acostumbrada a que las decisiones políticas y administrativas no
tocan la vida ni el bienestar del ciudadano común. Así, la realización de
una fiesta popular, el levantamiento de muros de contención, el alzamiento de
una calzada, el establecimiento de escuelas públicas, el tendido de puentes e
incluso la fundación de pueblos enteros se hicieron por mucho tiempo sin el
Estado o contra su indiferencia, atesorando una experticia comunitaria
significativa en la apropiación de lo público como lo propio (no como aquello
de lo que nos adueñamos), mucho más visible en territorios lejanos a los
grandes centros poblados; por ejemplo, en escenarios tradicionales en la
afirmación de la ancestralidad afrodescendiente en el país o en la articulación
de los barrios y asentamientos urbanos gestados contra el querer de los
planificadores de la ciudad y sus gremios patrocinadores.
Por ello, tiene
sentido que en vísperas de la realización del Congreso Nacional Afrocolombiano,
quienes lo convocan y participarán del mismo reclamen su autonomía frente al
Estado y aspiren a deliberar con agenda propia, e independiente de las
intenciones con las que el gobierno nacional se ha sumado a su realización;
mucho más cuando se aspira a articular, a partir de dicho certamen, una estrategia unificada que dote al Movimiento Étnico Afrocolombiano de una
identidad compartida y unos instrumentos de gestión, interlocución, coordinación
y movilización ejemplares para el resto de pueblos étnicos en América y el
mundo; tal como ha ocurrido en momentos en los que el movimiento étnico afrodescendiente en Colombia ha sido pionero en agenciar y protagonizar cambios y transformaciones como el que representa la ley 70 de 1993.
Lo que habrá
de ocurrir en Quibdó del 23 al 27 de agosto no puede significar bloqueos gubernamentales
ni intentonas de institucionalización y mímesis para las inquietudes
autonómicas del pueblo afrodescendiente en Colombia. Antes bien, la
consolidación del movimiento y la identidad de las y los afrocolombianos como
un pueblo étnico están en juego, con tanta o mayor radicalidad que nunca.
Bajo esa consideración, resulta lamentable que se sienta entre algunos de los líderes históricos del movimiento un interés malsano en plegarse a las huestes gubernamentales y aplicarse, como alumnos obedientes, enfilados y de uniformes inmaculados, a la revisión de los tres asuntos que le importan a las autoridades gubernamentales: La consulta previa, la instalación de un organismo consultivo y la anuencia en temas legislativos pendientes asociados a la minería y el desarrollo rural.
Bajo esa consideración, resulta lamentable que se sienta entre algunos de los líderes históricos del movimiento un interés malsano en plegarse a las huestes gubernamentales y aplicarse, como alumnos obedientes, enfilados y de uniformes inmaculados, a la revisión de los tres asuntos que le importan a las autoridades gubernamentales: La consulta previa, la instalación de un organismo consultivo y la anuencia en temas legislativos pendientes asociados a la minería y el desarrollo rural.
Con mayor
alegría, habría que celebrar la agitación de y el levantamiento de nuevos liderazgos y colectivos
que, optimistas frente a lo que puede gestarse en Quibdó para torcer las consabidas maniobras de
cooptación, empiezan a sentirse y articularse para aportar al debate ideológico
y a la activación ciudadana, aportando a
la concepción de un Congreso Nacional Afrocolombiano autónomo, que apunte a la
construcción de un movimiento étnico con vocación de poder, capaz de instalar
un proceso dinámico e imparable de organización, visibilización política y
actuación movilizatoria de amplia significación en el país.
En ese rumbo, el quehacer organizativo del pueblo afrodescendiente en Colombia ha llegado a su hora señalada. Con juiciosa expectativa advierto que esta es la hora de pensar y concertar una plataforma actuacional consistente, sólida; que enamore a la población afrocolombiana a lo largo y ancho del país y la mueva para participar, organizarse y pesar política y electoralmente.
En la voz de
consejeros comunitarios y activistas en diversas organizaciones se deja escuchar
en los precongresos de los que han llegado noticias, que esta es la hora para
reconfigurar y renegociar las relaciones interétnicas en el país a partir del
cuestionamiento de la naturalización de la discriminación y la
institucionalización del racismo; con la definición técnica, educacional y
estratégica de políticas públicas audaces y propositivas que reten estereotipos
y fomenten interculturalidad a partir del reconocimiento (y no del
desconocimiento) de la diferencia.
A viva voz
se escucha y se lee en las redes sociales que esta es la hora de cuestionar los
rumbos reproductivos de la miseria, la marginalización y la pobreza para
superar el discurso lastimero del "no podemos" y del "ellos no
pueden"; para vernos con poder, con poderazgo y con un afán voraz e
insaciable de transformar la instalación del dominio en contra de nuestro
pueblo, retando al poder con poder y moviendo la economía con la misma fuerza
con que lo hicieron nuestros abuelos y padres, pero exigiendo el recambio en la
distribución de la riqueza (porque no queremos más pobreza).
Entre correo
y correo se lee que esta es la hora de apostarle en serio a entendernos como un
pueblo, con una historia que no empieza ni se agota ni se significa en procesos
de esclavización y sí se reconfigura en las inveteradas prácticas libertarias,
resistentes y reexistentes aprendidas en el diálogo con la historia de nuestros
abuelos.
A pocos días
de haber celebrado su día internacional, se siente el eco aturdidor en el grito
de las mujeres afrodescendientes para las que esta es la hora de pesar con
agenda propia al interior del movimiento y frente a la lucha de las mujeres por
construir, con perspectiva de género, un nuevo mundo en el que quepan otros
mundos.
Algunos
jóvenes liderazgos igualmente se suman a la tarea de afinar la medida de este
tiempo para afirmar que esta es la hora en la que se deben retar las visiones
encontradas del mundo en que vivimos proponiendo, frente a quienes agotan su
creatividad en los conciliábulos gubernamentales, que nos llegó el tiempo de
las transformaciones y de la vinculación del Movimiento Étnico Afrocolombiano a
la articulación solidaria de nuevas dimensiones democráticas con pretensión de
poder.
Por ello, si
se nos pregunta qué hacer; con radicalidad respondemos que esta es la
hora de resolver, por fin, articulados, incisivos e inteligentemente autónomos,
el interrogante por el significado de nuestra autonomía.
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