Es hora de darnos cuenta de que tenemos el mismo problema, un problema común que nos hace vivir en un infierno
Malcom
X, el voto o la bala.
Luego de la debacle nacional socialista, en la medianía de la década de los
sesenta el mundo es un hervidero racializado, disputado a dos bandos entre
hoces y estrellas. La movilización masiva y beligerante resiste contra el apartheid
practicado por el régimen surafricano. Al otro lado del mundo, las acciones de
resistencia por el reconocimiento de derechos civiles para los afroamericanos enfrentan
las prácticas de segregación instaladas en los Estados Unidos, naturalizadas por los largos tentáculos tras la capucha del KKK. En África, el
colonialismo europeo recula ante los balazos del nacionalismo panafricano mientras,
en América del Sur, las organizaciones campesinas empiezan a advertir que no
son homogéneas y que a su interior se expresan tensiones étnicas
invisibilizadas hasta entonces, gracias a un liberalismo miope con la
diferencia y a la importación de un marxismo descorporeizado.
A lo largo y ancho del mundo la
protesta crece, reclamando para nuevos públicos espacios sociales, económicos y
políticos férreamente negados bajo el influjo de las elites nacionales. En Estados
Unidos, Malcom X y Martin Luther King serán asesinados luego de liderar marchas
multitudinarias y estimular transformaciones de las leyes aislacionistas de Jim
Crow con las que se sostenía un modelo de desigualdad naturalizado y estable. En África se radicalizan las guerras por la independencia y la descolonización, enfrentando de raíz el mandamiento de obediencia y domesticación con el que Europa se hizo hombre, dueño y medida de todas las cosas. En América del Sur son instalados cómodamente los militares tras el
poder, al tiempo que se agiganta la revuelta ciudadana y se configuran nuevos
escenarios deliberativos gestados desde abajo; acunados incluso por una iglesia
liberadora que hace opción preferencial por los pobres, los al margen; los segregados.
Finalizando la década, mayo y
octubre del 68 se convierten en un grito que, más allá del agravio, pone a las
nuevas generaciones a realizar el balance de su tiempo en Tlatelolco como en
Paris, reclamando un mundo nuevo; un mundo en el que, sin embargo, no se
radicaliza la lucha contra el enemigo común: el racismo.
Auspiciados por la UNESCO, una
serie de encuentros internacionales y reuniones expertas producirán una de las
cartas más significativas en la historia de esa institución, cuyo acento se
pone en el enfrentamiento de la discriminación y la racialización como procesos
que niegan tanto la humanidad del otro como sus posibilidades de ser; evitando
sitiar en los mismos, como es característico de los documentos oficiales, el
carácter sistémico del mal que se enfrenta.
Pese a que pueda admitirse que “la
creencia en el universalismo ha sido la piedra angular del arco ideológico del
capitalismo histórico” y que “el racismo ha sido de la mayor importancia para
la construcción y la reproducción de las fuerzas de trabajo adecuadas” (Wallerstein
1988, 71) ;
lo que resulta es que estas dos expresiones de la dominación son las caras de
una misma moneda; pues la ideologización del mundo ha precisado igualmente una
negación sistemática de la diferencia a la cual el racismo ha aportado
material, sustento y sustrato. Tal como
reconoce el mismo Wallerstein, “el racismo fue la justificación ideológica de
la jerarquización de la fuerza de trabajo y de la distribución sumamente
desigual de sus recompensas” (Ibid, 68) animado por el contexto de producción
colonial en el que imperios férreamente defendidos se apropiaron de significativas
porciones del mundo a las que expoliaron a su amaño.
La consolidación de occidente como
un sistema de opresión, la invención del negro como sujeto privilegiado de la
exclusión y marginalización que sistemáticamente proyecta el capitalismo y la configuración
de múltiples factores de dominación asociados al género, la etnia y la
identidad cultural evidencian las fauces de la fiera salvaje del racismo que se
configura como “un conjunto de enunciados ideológicos combinado con un conjunto
de prácticas continuadas cuya consecuencia ha sido el mantenimiento de una
fuerte correlación entre etnia y reparto de la fuerza de trabajo a lo largo del
tiempo” (Wallerstein
1988, 68)
El racismo es entonces un mecanismo
de dominación y no simplemente un dispositivo simbólico. Como mecanismo resulta
siendo un componente fundamental e insalvable en el sostenimiento de las
condiciones de opresión, exclusión y subordinación de los sujetos que, bajo el
signo de la dominación y la explotación, son caracterizados y caricaturizados
asignándoles marcadores mentales y señales corporales e ideológicas con las que
se construye el imaginario que sostiene el etiquetamiento, la distinción y las
formas de interacción.
La operación de códigos de trato racializados
se sustenta sobre la base de la valoración prejuiciosa que autoriza a agredir a
quien, se hace evidente, resulta posible (e incluso autorizado) violentar. Al
instalar el racismo como dispositivo regulador de las interacciones humanas, la
embestida contra la diferencia resulta nulificadora, negando valor al agredido,
a consecuencia de que el agresor ve reflejados en un sujeto o un grupo humano los
marcadores y señales -reales o imaginarios, nos recuerda Albert Memmi, activados
y asignados definitivamente “en provecho del acusador y en detrimento de su
víctima, para justificar una agresión” (Memmi
2010).
Con el racismo, el problema es su
carácter expansivo. De hecho, “el debate no se reduce al carácter de las
diferencias que se rechazan (…) sino también a la idea de que son
naturalizadas” (De
Castellanos 2000, 609) . Ante los incontables y frecuentes, muy
frecuentes ataques a la humanidad de
quien, ofendido y agredido prejuiciosamente; resulta lamentable que, hoy más
que nunca, contemos con sistemas legales, activemos campañas públicas e incluso
acciones institucionales contra el racismo y éste encuentre nuevas alternativas
para emerger. Es esta omnipresencia del racismo y su perdurabilidad en el
tiempo lo que confirma su carácter sistémico naturalizado.
Resulta claro que muchos seres
humanos nos hemos vacunado contra este mal; sin embargo los actos individuales
no eliminan “las ideologías racistas, las actitudes fundadas en los prejuicios
raciales, los comportamientos discriminatorios, las disposiciones estructurales
y las prácticas institucionalizadas que provocan la desigualdad racial, así
como la idea falaz de que las relaciones discriminatorias ente grupos son moral
y científicamente justificables” (UNESCO 1978) ,
que constituyen las señales indiscutibles de la presencia de la perversidad
racial en el mundo globalizado; en el que todavía encontramos prácticas de
segregación y marginalización camufladas tras prácticas institucionales de
evitamiento, contención y marginalización, específicamente frente al trato a
los migrantes, el cuestionamiento de creencias, saberes y prácticas de base
ancestral o la promoción (al no penalizarlos) de actos vejaminosos y victimantes.
Si el racismo, como reconoce la Unesco
“obstaculiza el desenvolvimiento de sus víctimas, pervierte a quienes lo ponen
en práctica, divide a las naciones en su propio seno, constituye un obstáculo
para la cooperación internacional y crea tensiones políticas entre los pueblos;
es contrario a los principios fundamentales del derecho internacional y, por
consiguiente, perturba la paz y la seguridad internacionales”, resulta
impensable entender cómo se lo sostiene de manera evidente o soterrada; a menos
que enfrentemos el hecho de que, por su carácter sistémico, las acciones contra
el mismo no pasan solamente por la bondad de los documentos de entendimiento
trasnacional sino que deberían centrarse en el desvertebramiento de las
prácticas institucionales y estructurales por las que pervive en cualquier
sociedad que adopte una comprensión diferenciadora en la valía de los seres
humanos o extienda a la totalidad de la expresión social y cultural prácticas
de universalización valorativa.
Cinco décadas después, avanzando el siglo XXI; un fantasma
todavía recorre el mundo extendiendo al conjunto de las relaciones humanas el
manto perverso de las realidades que, ocultas, virtuales o visibles, hacen que la
diferencia no sume sino, por el contrario, reciba daño.
Trabajos citados
De Castellanos, Alicia. «Racismo.» En Léxico
de la política , de Laura Baca Olamendi. Flacso, 2000.
Memmi. «El racismo.
Definiciones.» En Estudiar el racismo. Textos y herramientas ,
de Odile Hoffmann y Oscar Quintero, 53-72. México: Cuaderno de trabajo
AFRODESC/ EURESCL Nº 8, 2010.
UNESCO. «Declaración
sobre la raza y los prejuicios raciales.» 1978.
http://www2.ohchr.org/spanish/law/raza.htm.
Wallerstein, Immanuel.
El capitalismo histórico. Siglo XXI, 1988.
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