Un tigre no proclama su trigritud: salta.
Nombrarse constituye uno de los mayores problemas en
la construcción de un imaginario étnico en contextos en los que la adscripción
a un determinado grupo no obedece solamente a la invención que sus miembros se provean, acudiendo a su historia,
tradiciones y elementos identitarios; sino además a la caracterización que de
este pretenda realizar el Estado, oficiando de agente ordenar de los asuntos
sociales, políticos y económicos de envergadura en el territorio que busca
articular bajo el sustrato de lo nacional.
En el caso de las y los
afrodescendientes en Colombia, el nombrarse con propiedad ha transitado
por meandros categoriales que han ocupado, a desgano y por mucho tiempo, al mundo académico; sin
que logre todavía afinar conceptualmente el asunto, al punto que buena parte
de las y los investigadores han optado por informar a sus financistas y lectores
de la razón por la que aparece entre comillas, se nombra como la gente nombra,
se opta por eludir un uso histórico, se defiende tal uso histórico, se reconoce
la novedad de etnónimos hechos propios o se los rechaza por parecer exóticos.
En los documentos oficiales, los
profesionales e investigadores al servicio del Estado colombiano han optado por
ampliar la manera de nombrar a las y los afrodescendientes antes que por afianzar
categorialmente el asunto, produciendo un exabrupto que elude razones
históricas, políticas y movilizatorias tras la manera de nombrar las distintas
vertientes de este grupo étnico: afrocolombianos, negros, raizales y
palenqueros; se suman a particularismos identitarios regionales que
chocoanizan, costeñizan y litoralizan ya al Caribe, ya al Pacífico eufemísticamente
sur o norte.
Sin enfrentar suficientemente las
implicaciones de denominar negros a quienes cifran su pasado ancestral y
vinculan su historia a la presencia continuada de África en América;
académicos, activistas y comunidades acuden frecuentemente a su uso,
disculpando a veces su insistencia o justificando en otras su recurrencia. Como
afirmaré en un ensayo de próxima aparición[1],
quienes aspiramos a trabajar con los claroscuros conceptuales en medio de las
sombras históricas deberíamos afirmar decididamente el carácter domesticador,
esclavizante, opresivo y doloroso que este término carga, difícilmente
depurable de su lastre histórico, en aras de delimitar los resortes de la acumulación
lastimera de la experiencia de haber padecido nuestros antepasados la
esclavización; frente a las posibilidades reconstructivas de la identidad
propia de un pueblo que se hace a sí mismo en un contexto de dominación hegemónica capitalista, en el que el racismo
y la discriminación constituyen fenómenos sociales que incluso parecen sostenerse
con independencia de aquel escollo colonial.
El negro no es tal para sí mismo
sino para quien ha pretendido determinarlo y esencializarlo históricamente; burlarle
en su humanidad. Senghor y Cesaire nos llevan a tal radicalización acuñando la
negritud, un concepto de protesta, históricamente cargado de una denuncia y una
proclama que se trasmutó con el tiempo en la afirmación misma de una retórica hirsuta
con la que elites, medios y pregoneros oficiales (tanto como algunos despistados
activistas), nos nombran todavía.
Con igual desacierto, se
juega entre nosotros a sitiar la identidad afrodescendiente en Colombia, con denominaciones
étnicas localizadas que, antes que aportar a la construcción de un imaginario
propio, ponen los nombres del otro en el propio territorio y en la propia
mismidad. Así, podríamos preguntarnos por qué seguir denominando como negro a
quien en su propio territorio defendió el llamarse libre; tal como ocurre en
regiones del Pacífico. ¿Acaso la raizalidad de los afrodescendientes de San
Andrés y Providencia les deja por fuera o les hace menos afrodescendientes? ¿La
identidad palenquera sitúa acaso en las fronteras de la ascendencia africana?
Este tipo de interrogante cobra
mucho más sentido si se mira el título de publicaciones recientes como “movimiento
social afrocolombiano, negro, raizal y palenquero”, o el de una anterior “acciones afirmativas y
ciudadanía diferenciada étnico-racial negra, afrocolombiana, palenquera y
raizal”; títulos con los que, con independencia de la valoración del contenido
bibliográfico, se deja sentada la conformidad con el desiderátum oficial que
nombra así a los que deberían poder nombrarse a sí mismos. Esa manera de
nombrar, pareciera decir que pueden diferenciarse pueblos afrocolombiano,
negro, raizal y palenquero en el país; lo que de suyo no solo resulta extraño
sino engañoso; pues, pese a que puede aceptarse que a consecuencia de las
modalidades de poblamiento inicial, expansión territorial y complejidad
cultural “no existe una identidad negra o
afrocolombiana, sino múltiples posibilidades de identificación de acuerdo con
las circunstancias históricas, la diversidad de contextos y las experiencias
personales”[2], no
puede confundirse la expresión identitaria regional o local con la afinidad o
adscripción a un determinado grupo étnico, a menos que se parta de la negación
de su existencia o de la afirmación de su carácter accesorio, como también se
escucha decir en algunas voces aisladas, aunque influyentes.
En pleno decenio
afrodescendiente y a 500 años del desembarco de africanos en América[3],
viene a bien dedicar parte de nuestro tiempo a dilucidar, más allá de retóricas
y eufemismos, la importancia política de autoproclamarnos o denominarnos con
nombre propio como tarea de alta significación en el proceso de invención
étnica afrodescendiente.
[1] Me refiero a un
ensayo en revisión, cuyo título al momento es “Negro: nombrar la dominación”.
[2] Betty Ruth LOZANO
LERMA. Orden racial colombiano y teoría
crítica contemporánea. Un acercamiento crítico al proceso de lucha contra el
racismo en Colombia. Tesis de Maestría Universidad
del Valle, 2008: 86.
[3] Con reserva,
Anita Herzfeld comenta que “a pesar de que no se puede confirmar
rotundamente, se cree que (Panamá) fue el primer territorio continental al que
llegaron esclavos, ya que para 1513 los españoles llevaban africanos en sus
viajes de exploración”. En: Rutas de la Esclavitud en África Y América
Latina. editado por Rina CACERES GOMEZ. Universidad de Costa Rica, 2001, 369.
En este año igualmente, los reyes españoles proveen a los comerciantes de
licencias para el embarque de africanos con destino a las Américas, tal como aparece
en Manuel LUCENA SALMORAL. El Descubrimiento y la fundación de los reinos
ultramarinos: hasta fines del siglo XVI. Ediciones Rialp, 1982, p. 697
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario.