domingo, 26 de junio de 2011

1848 – 1886: ciudadanía fragmentaria afrodescendiente en la retórica de las elites[1]


Nos llamamos republicanos, proclamamos la igualdad, la liber­tad, la fraternidad de todos los hombres; no debemos, pues, conservar la ley que introdujo el despotismo para dividirlos en clases con derechos diversos. 
Sociedad filantrópica de Santa Marta (Restrepo Canal 1938, 55)

En 1848, cuando se levanta la bandera unitaria de la proletarización del mundo, los afrodescendientes se encontraban a las puertas de la extinción del régimen de esclavización. La prolongada lucha de resistencia contra la condición oprobiosa de hallarse cosificado y falto de reconocimiento humanitario se confundiría con el nuevo reclamo popular por reivindicaciones salariales, condiciones laborales y aprovisionamiento material digno, en una sociedad en la que, ahora resultaba claro, burgueses y proletarios sostenían una cruda lucha de poder, control y dominación, cuyas diferencias importantes expresaban más una disputa por la inclusión social que por aquellas tensiones irreconciliables sobre las que se articulaba la historia, en cuya consideración resultaba fundamental resolver el problema de la libertad, más allá de los discursos y las promesas en tiempo de batallas. En Colombia las estrategias desplegadas por las elites impiden que se configure una revolución de contenido étnico, relegando a los afrodescendientes a una ciudadanía de tercera sin que les resulte posible la realización de sus derechos, en buena medida gracias al peso de la criminalización de la protesta social y la presión hacia las fronteras por fuera de posiciones de poder, a partir de lo cual su presencia resulta obliterada y molesta en el discurso de las elites; ideas que aparecen en este escrito.





1. La  identidad en el debate por la libertad

Si en los siglos XVI y XVII el trasfondo de la producción del derecho constitucional, procesal y penal de la época fue la licitud del negocio esclavizador, marcado por el afinamiento del control social, la regulación de la propiedad y el establecimiento de protocolos entre naciones; a finales del XVIII y comienzos del XIX será la ilicitud de tal crimen y la ampliación del contenido de lo humano el fundamento de los códigos de derechos y libertades con los cuales se reconfiguran las relaciones sociales y políticas que permitían y autorizaban jurídica y económicamente el trato incruento, insolidario y envilecido en contra de seres cuya humanidad era negada desde su nacimiento y por generaciones.

Para las nuevas repúblicas, redibujar el mapa de las relaciones sociales implica el diseño de un nuevo escenario político y social en el que las viejas instituciones coloniales fueron puestas en discusión, incluida la esclavización de seres humanos. El que el fundamento constitucional de la libertad en la naciente Colombia[2] se concrete a partir de la adopción de los derechos del hombre y del ciudadano como el norte sobre el cual las libertades, las formas de relacionamiento y la realización de potencialidades humanas resultan posibles, implicará un profuso recurso retórico a los mismos. En la práctica, sin embargo, la adopción de tal ideario se encontró restringida a las consideraciones legales heredadas de la colonia para las cuales el esclavizado, antes que ser humano, constituía una propiedad. Si bien con el establecimiento del Código Borbónico de 1789 se pretendía regular derechos de los esclavizados y restringir la capacidad de dominio de sus tenedores; dicho código no entró en operación en el país, en buena medida gracias a los reclamos de terratenientes, hacendados y regentes de minas opositores y de actitud conservadora, para quienes el compromiso con las consideraciones rentables importaba más que los argumentos de tipo humanitario y político sobre los que los liberales concebían las nuevas formas de relacionamiento social tras el proceso abolicionista.

El significado de la libertad, sin embargo, constituyó el principal de los problemas que debió enfrentar la naciente república, en la medida en que desde 1810 la participación de africanos, esclavizados y libres en la causa libertaria se emparentaba específicamente con este designio, prometido e instrumentalizado por cada bando en contienda. Por ello, el peso político de tal reclamo libertario hacía tambalear la estabilidad de la naciente república no sólo por la exigencia de su juridicidad, propuesta y definida en el primer bloque de derechos políticos articulados constitucionalmente en Angostura y Cúcuta, entre 1819 y 1821; sino igualmente porque su realización demandaba la extensión de un conjunto de nuevos derechos civiles, que estaban aquilatándose en la época, para un público étnico del que las elites afirmaban la inconveniencia de reconocerles como ciudadanos y, cuando lo hicieron, fueron incorporados de manera restrictiva, negándoles representación “hasta que hayan adquirido las luces necesarias para hacerlo personalmente (Rodríguez Plata 1963, 49)[3].

No somos europeos, no somos indios

La discusión en torno a la libertad, venía precedida del debate por la identidad de aquellos que, frente al espejo de la historia, se encontraban en la necesidad de conciliar su imagen cultural diversa con la apropiación de valores e instituciones occidentales que les emparentaran con Europa. Así, para darle sentido a su propia mismidad, Simón Bolívar se encuentra evaluando lo que los criollos[4] son, a partir de lo que en apariencia no son: “No somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores (Bolivar 1989). Tal como lo había expresado en la Carta de Jamaica[5], Bolívar en el Congreso de Angostura insiste en su imagen conflictual y complicada de la identidad americana, excluyendo de dicha consideración a los afrodescendientes como queda visto. Décadas adelante, el radical y precursor del librecambio, José Nazario Florentino González, contra cualquiera otra procedencia depositará en el criollaje europeizante el futuro de la nación, animado por su idea romántica de que “la Europa con una población inteligente, poseedora del vapor y de sus aplicaciones, educada en las manufacturas, llena su misión en el mundo dando diversas formas a las materias primas” (González, 1987, 40)

Para González, el dilema de Bolívar desaparece, convirtiéndose en una afirmación contundente: “De raza europea somos los criollos (…). Los africanos, cuando eran esclavos estaban en contacto con sus señores blancos, pero no adquirían sus cualidades. Libres, han vuelto a ser lo que eran en África. Si la libertad tiene algo que esperar en estos países, es de los criollos. Los criollos son únicamente los que han manifestado instintos favorables a la libertad y a la civilización; los que poseen las calificaciones que indican aptitud para tener parte fructuosa de la cosa pública”. (citado por Prescott 1985, 59)

En el discurso de González, el indígena ya no aparece, lo que constituye una evidencia del interés de las elites criollas primero por radicalizar las tensiones con la ascendencia étnica alejando hacia lo africano los vicios de la sociedad y, segundo, por acercar hacia lo europeo lo que visual y culturalmente las virtudes públicas; pese a que el mismo González se expresa, obviamente respecto de los criollos frente a los europeos, contrario al “falso concepto de que hay razas que son buenas para tener ciertas instituciones políticas y otras que no lo son(citado por Colmenares 1997, 87).

Este dilema irresuelto de la comprensión bipolar de la identidad nacional animada por las elites, en el que, por un lado se empeñan en reforzar arquetipos culturales que les vinculen a Europa mientras, por el otro, tambalean al dar sentido a la propia identidad, a la cual sólo alcanzan a imaginar bajo el estigma de no ser europeos, animó el debate por el contenido de la libertad, haciendo eco de la dualidad conceptual nacida en  las cortes de Cádiz en las que los criollos Americanos lograron visibilidad y conciencia de sí, frente a los españoles de Europa o Peninsulares, a fuerza de limitar en dicha categorización el peso emblemático que pudiera tener el antecedente indígena, parcialmente reconocido como un pasado infantil e inaccesible y, peor aún, el ascendiente africano indiscutiblemente diferenciado. Así, los reclamos indoamericanos y afrodescendientes se van diluyendo en una retórica mestiza de la nacionalidad que los bloquea y oblitera.  

La abierta exclusión de la nacionalidad se alimenta además de la rentabilidad argumentativa que provee la participación bifronte afrodescendiente en la revuelta social de independencia, en la que a ambos bandos puede rastrearse la presencia de africanos, esclavizados y libres, dibujando una clara vinculación al conflicto por móviles diferentes a los autonómicos que aupaban a las elites: Mientras para ellas, liberarse de España significaba autogobierno, para los descendientes de africanos la guerra era la manera evidente de terminar de socavar el régimen de esclavización: Si el antagonismo entre españoles y criollos estalló con evidencia en los sucesos de la revolución, no fue menos interesante el contraste que ofrecieron las demás razas. Los negros esclavos, incapaces de comprender la revolución y oprimidos por su condición servil, sirvieron simultáneamente á   las dos causas, según la opinión de sus amos ó los recursos de acción de los jefes militares enemigos. La revolución por un lado excitaba a los negros diciéndoles: — «El que de vosotros me sirva será libre.»Los jefes españoles hacían otro tanto en las provincias que ocupaban; y el resultado fue que los negros esclavos, pelearon bajo las dos banderas enemigas, en gran número, y que de ese modo la revolución y la reacción contribuyeron simultáneamente á emancipar á muchos miles de esclavos, é hicieron inevitable la abolición más o menos radical y próxima de la esclavitud” (Samper, 1861, 159)

La afirmación de Samper, según la cual los afrodescendientes eran incapaces de comprender la revolución, debe someterse a una revisión juiciosa a partir de los mismos elementos que dicho autor enuncia, considerando además que ideas similares las  extiende a las mujeres, de quienes opina que no tienen “la fuerza moral e intelectual bastante para hacerse cargo de las cuestiones políticas (Samper, 1861, 157); así como las predica caprichosamente para indígenas, mulatos y zambos con calificativos desdeñosos que les reconocen como “instrumentos de la reacción” y “turba semi-bárbaras” que sirvieron como “elementos de acción”. Todo ello, pese a que termine por reconocer que puede afirmarse que “esas castas, — sobre todo los llaneros de Colombia y los gauchos de Buenos-Aires, le dieron mucha fuerza a la revolución y fueron, en definitiva, el gran recurso de la independencia (Samper, 1861, 159-160). Como quiera que no eran los propósitos de las elites los que les animaban sino el reclamo radical e irrenunciable de libertad, trasladando la significación de dicho concepto a las realizaciones prácticas de la misma; la ubicación a lado y lado de la contiende refleja el desespero por aplicar diferentes formas de lucha en un mismo propósito, antes que incapacidad. De hecho, si los criollos podían hablar metafóricamente de romper las cadenas con las que España les oprimía, los afrodescendientes, antes que a construcciones abstractas, se enfrentaban a la decisión de utilizar los medios disponibles ofrecidos por la confrontación bélica para producir la transformación definitiva de las realidades de opresión y dominio bajo las que se encontraban. En esas, participar en cualquiera de los ejércitos sólo significaba instrumentalizar la guerra para hacerse a los medios con los cuales producir, finalmente, su libertad.

No somos lo que ellos son

El hecho de que “la ciudadanía configurada por la vía del republicanismo resolvía algunos problemas de la legitimidad pero dejaba muchos por resolver pues por sí misma era incapaz de responder a la pregunta por la identidad de los sujetos de los derechos (López y Uribe 2003), planteaba tensiones y dilemas en el cuerpo político que no entendía cómo extender las comprensiones de la ciudadanía a hombres liberados (y menos aun a las mujeres), en la medida en que el estatus de desesclavizado no podía desligarse de la condición jurídica y política acuñada en el periplo colonial. Por ello, en los procesos en los que en boca de esclavizados aparece el asunto de la reclamación libertaria como un derecho natural[6], las decisiones judiciales se expresan desde la perplejidad antes que desde la justicia, acudiendo esquivamente a la tradición jurídica colonial: No puedo menos en vista del sumario, sino es confesar que este esclavo ha pretendido seducir a los demás de su estirpe en esta villa. Bien lo premeditó nuestra legislación en que estos fueron esclavos y viviesen sujetos a una grande subordinación; y si no tráiganme a la vista las antiguas disposiciones que nos han regido, como son las reales cedulas, leyes de indias, de castilla, que comprueban los juristas de la mejor nota: leyes sancionadas por la junta, o legislatura, y en fin por la constitución del estado; por ellas se verá que de ningún modo se les ha cometido su libertad, a no ser en los casos en que ella misma lo emanan (Chávez 2010, 49).
La construcción patriótica, enfrascada en la discusión por quienes debían ser libres, desde cuándo y bajo qué circunstancias en realidad no resuelve el asunto sino que lo pospone, haciendo coincidir la vigencia del derecho con la perdurabilidad de situaciones de hecho que lo desmienten, tal como quedó contenido incluso en un decreto oficial del Congreso de Angostura fechado el 22 de enero de 1820, en el que se decide “prefijar un término prudente dentro del cual quedase enteramente extinguida de hecho la esclavitud, como queda abolida por derecho”, derribando los moldes legales de esclavización al tiempo que se sostienen las murallas que impiden el acceso a la libertad para los afrodescendientes. Tal contradicción, dará categoría constitucional a la imposición de una ciudadanía tutelada (Cruz Rodríguez 2008, 67) y restringida para la cual la ley es garantía que sostiene el dominio antes que el fundamento de una sociedad fundada en la igualdad.

Pese a que la pregunta que animaba la empresa republicana exigía prestar atención a cuál sería el “sistema político, social y económico que se adapte mejor a esa admirable yuxtaposición y coexistencia de razas, castas y variedades (Samper 1861, 100), el mismo será definido, finalmente, en la pragmática de la juridicidad que expresará los acuerdos entre las elites criollas, alcanzados además entre el calor de las batallas (Valencia Villa 1997). Bajo tales consideraciones, la entrada en vigencia de los preceptos constitucionales no estará en realidad animada por la gestación de un demos o la articulación de una idea compartida de una comunidad patriótica sino por la licitud del contenido de lo acordado. El contenido étnico de la nación se subsumirá indefectiblemente en el preciosismo técnico de nuestras leyes; al punto que, al decir de Alberto Zalamea, “entre nosotros la idea de patria nunca ha estado sostenida en el pueblo, el idioma, la raza, la religión y el territorio, sino en la vigencia mecánica de la Constitución y las leyes (Zalamea 2004, 17). Por ello los llamados “republicanos”, cuya ciudadanía se expresa en los códigos, en las urnas, en el derecho de representación y en la garantía de apropiación y extensión de nuevas tierras y minas, no personifican al indoamericano ni al afroamericano sino a una fracción minoritaria; una aristocracia reconocible jurídica y socialmente en manos del poder legislativo y ejecutivo, que empieza a denominarse pueblo ilustre, aunque este no existiera y debiera ser articulado a partir de la apropiación del discurso nacionalista presente en la retórica libertaria animada para los criollos. Así, la República entre nosotros no es una cosa compartida y común en la que lo público se corresponda con todos sino con algunos que se suprimieron la pluralidad nacional para asumirse como la totalidad de la nación, cuya patria, edificada sobre la europeidad, les pertenecía.

Si Bolívar había batallado y reclamado su ciudadanía “para ser libre y para que todos lo sean”; la república fue convertida en un tímido asomo, en un remedo de tal libertad; un escenario producto de un único imaginario en el que el pueblo empezó a ser supuesto y las gentes del común no pesaban en las decisiones constituyentes, simple y llanamente porque no estaban[7]. Por ello, antes que dirigir una empresa que proveyera a la nación de libertad y orden, los ‘padres de la patria’ optaron por diferenciarse, enunciarse como ‘el pueblo’ y entenderse al margen del ‘populacho’ al que ignoraban, cuando no le manifestaban abiertamente su desprecio y su desdén, impulsando reformas que convenían a terratenientes, mineros y comerciantes bajo los postulados de la república democrática pese a que “para ellos esto no representara otra cosa que la fe en la capacidad de las jerarquiza sociales para infundir sus principios a las masas por otros métodos que los de la sangre y fuego” (Arrubla Yépes 1995, 186).

En tal circunstancia, no parece posible que encontraran los protogestores de la afrocolombianidad republicana escenarios en los cuales pudieran situarse cómodamente, con posibilidades de hacer valer su argumento en los espacios deliberativos, entre otras razones porque jurídicamente no podían participar de ellos. No sólo sus aliados fueron acusados de dadivosos e irresponsables filántropos sino que, cuando ellos mismos pudieron hacerlo utilizando medios como el panfleto político y las querellas judiciales, se hallaron calificados como apátridas y plebe irredenta cuya criminalización, exilio o ejecución se radicaliza en las décadas que antecedieron a la abolición legal (M. Lasso 2009); sin que pudiesen ser reconocidos como primigenios ciudadanos identitarios de corte igualitarista, en cuyo reclamo se expresara un proyecto político alternativo al de las elites europeizantes, alimentado específicamente por la evidencia de la primera república afrodescendiente en América: Haití.

En ese análisis, resulta evidente que “la red traslocal de resistencias y esperanzas de emancipación provocada por la revolución haitiana que inspiró una ola de luchas por toda América constituyó un cosmopolitismo alterno desde abajo[8], a partir del cual se sitúo un discurso movilizatorio afrodescendiente innegable, algunos de cuyos liderazgos e individualidades visibles fueron rápidamente asesinados durante la gestación nacionalista[9]. El asunto de la temida pardocracia, que incluso antes de Bolívar era utilizada como tecnología fundadora del miedo político, como advertencia y como amenaza si no se cedía en las pretensiones de libertad de la multitud esclavizada, dibuja el nivel de tensión que los asuntos étnicos ponían en la naciente república. De hecho, la muerte por fusilamiento de los adalides afrodescendientes en la causa de independencia, acusados de ser enemigos de la patria, evidencia cómo se les ultimó para restarle a los afrodescendientes las voces de quienes, con el prestigio de sus batallas y de su patriótico heroísmo, pudieran haber reclamado mayores sitiales en el proceso republicano o incluso  haber gestado nuevos escenarios bélicos marcados por reivindicaciones de derechos en las que la pertenencia étnica pudiese entrar en juego[10].  

Pese a la precariedad documental actual, sería presumible que libres a los que se llamaba pardos en la sociedad de castas anterior a la república se hayan expresado para cuestionar un orden social en el que no cabían los hijos de África, tal como estudia Marixa Lasso a partir del seguimiento a un proceso judicial contra el autor de un panfleto denominado reflexiones políticas y morales de un descendiente de África a su nación en que manifiesta sus amorosas quejas a los americanos sus hermanos (Lasso 2007, 49-57). Del mismo tenor es la evidencia que comenta María Eugenia Chaves y que reposa en el Archivo Histórico de Rionegro, en el que un documento de “los esclavos de Medellín” da cuenta de cómo los esclavizadosde Medellín estuvieron informados de la transformación política que vivía la región y de los discursos que la sancionaban.  Con base en esta información, fueron capaces de organizarse para articular una reivindicación colectiva de lo que consideraban sus nuevos derechos constitucionales, es decir, la libertad. Pero ésta no la entendían como una dádiva de sus amos o de las instituciones de gobierno, sino como un derecho naturalmente adquirido no sujeto a negociación (Chávez 2010, 33). Tal conocimiento y actualización de las informaciones disponibles habrá implicado entonces acceso a las ideas imperantes en el momento, a partir del reclamo a la libertad como derecho natural; idea que incluso el mismo Bolívar proclamaba abiertamente, pues para él “no se puede ser libre y esclavo a la vez sino violando las Leyes naturales, las Leyes políticas y las Leyes civiles (Bolivar 1989)

Indagando en las fuentes podría ocurrirnos que al mencionar a los apátridas, vendepatria y antinacionalistas, entre estos hayan quedado homogeneizados líderes y caudillos abolicionistas afrodescendientes, así como quedaron incluidos en el llamado a ciudadanos, conciudadanos, pueblo libre, nación y defensores de la patria en la retórica oficial. Cabe además la posibilidad de que muchos de los folletos, pasquines y hojas sueltas hayan sido producidos por afrocolombianos y mestizos cercanos a la causa de la liberación de los esclavizados y que, dado su contenido explosivo hayan sido víctimas de la censura, la quema y la inmediata eliminación, así como encarcelados, exiliados o fusilados sus autores; perdidos hoy sus escritos en alguna olvidada o lejana comarca o entre archivos considerados de poca importancia y que allí se conserven, ¡eureka! las letras y las voces de quienes acaudillaron a libertos y esclavizados, como quiera que para la época esta era una consigna ampliamente incorporada a los sermones parroquiales.

Con ello, si se analizan suficientemente las evidencias disponibles en torno a proceso judiciales, alzamientos e insurrecciones étnicas hacia mediados del siglo XIX, antes que el advenimiento de una nueva Haití, en el reclamo libertario afrodescendiente lo que aparece es el llamado a la incorporación de la africanidad al relato nacionalista y la sustitución del trato discriminatorio por una extensión jurídica y constitucional igualitarista que dé a los afrodescendientes los mismos derechos de los que se apropiaron quienes, enrostrando su europeidad, sostuvieron maneras despóticas coloniales en el proceso republicano, opacando la diferencia y edulcorando la igualdad, a partir del recurso manido de negar derechos al otro enrostrándole su pasado esclavizado, mientras se ahijaban selectivamente de la tradición cultural europea  suprimiendo el peso domesticador del esclavismo en sí mismos.

2. Abolición sin restitución de derechos

La ambigüedad en torno al esclavizado es una característica presente en el imaginario republicano tanto como en el pensamiento de uno de sus gestores. Bolívar, quien por una parte se permite reclamar el arrojo de “hombres que vean identificada su causa a la causa de la república y en quienes el valor de la muerte sea poco menos que el de su vida” (S. Bolívar 2005, 129); mientras se permite aseverar que “el esclavo en la América española vegeta abandonado en las haciendas, gozando, por así decirlo, de su inacción, de la hacienda de su señor y de una gran parte de los bienes de la libertad; y como la religión le ha persuadido que es un deber sagrado servir, ha nacido y existido en esta dependencia doméstica, se considera en su estado natural como un miembro de la familia de su amo, a quien ama y respeta (S. Bolívar 1976, 77)

Esta ambigüedad, aparece incluso en quienes como Sergio Arboleda adoban su pluma para destacar que “la vanidad del blanco viene en auxilio de la suerte del negro: los amos quieren que sus esclavos se hagan notar por su moralidad, por su buena salud y aun por sus modales y buen porte (…)Sea por vanidad o por conveniencia los amos dedican esclavos al ejercicio de las artes y tienen hasta amanuenses y cajeros y administradores esclavos”, situando de manera rebuscada la hidalguía del ancestro español sobre el que recaen las más justas consideraciones: “la dignidad que conserva hasta hoy la raza negra no obstante su esclavitud de 300 años prueba que el español, en lo general, no maltrata ni envilece a los hombres que le están subordinados” (citado por Jaramillo Uribe 1989, 41-42); aunque de la misma manera enfatizara que “La raza negra, salvo ex­cepciones que convencen de su actitud para la civilización, sólo bajo el amparo de la blanca puede servirla con provecho […] pe­rezosa y sensual, cuando se la deja entregada a sí misma, torna presto a su barbarie primitiva” (Citado por Cruz Rodríguez 2008, 69).

Consideraciones de este tipo aparecen como un retruécano en la retórica de quienes, defendiendo una institución en la que tenían invertida buena parte de sus capitales, pretendían conservar a su servicio o ser compensados por la pérdida de quienes labraban sus tierras, pastoreaban su ganado y extraían su oro. Sin embargo, la presión generada por el número de afrodescendientes que se habían movilizado en las guerras de independencia, el número creciente de quienes utilizaron la guerra como estrategia de fuga y libertad e incluso los contingentes que permanecían armados en diferentes comarcas, por fuera del control de sus antiguos esclavistas, elevaba la tensión por un alzamiento masivo en reclamo de su libertad.

La dádiva de la libertad vs. La exigencia de derechos

Miedo, acoso o amenaza podrían ser, entonces, motivaciones tan fuertes como la intención honesta de ampliar las satisfacciones republicanas para los descendientes de africanos en el país. De hecho, lo uno y lo otro aparecen con frecuencia en las palabras de quienes, como Juan del Corral, recomendaban considerar “los horrores, los asesinatos, las crueldades practicadas en la isla de Haití, por haber querido los franceses ser ellos solos libres, sosteniendo por un formal decreto la esclavitud de los negros de sus colonias, y revocando las providencias benéficas y liberales que anteriormente habían sancionado (Tisnés Jiménez 1980, 263).

Aun en proyectos bien intencionados, como el de emancipación de 1814 en Antioquia, el temor vence a la buena voluntad: “Este gobierno (escribe Del Corral) sabe muy bien  que los esclavos sin propiedades, sin educación y sin sentimientos[11], porque todo lo destruye la servidumbre, no pueden ser desatados a un tiempo sino por medio de una emancipación sucesiva”; aunque tiene presente la certidumbre de que los cambios políticos y sociales deben producirse sabiendo que “nuestro enemigo implacable tiene fincada sus esperanzas en la conmoción de los siervos y que entre estos va cundiendo poco a poco la fiebre revolucionaria (Tisnés Jiménez 1980, 261); por lo que, más que una plataforma de derechos, tal proyecto responde a la inquietud de las elites para contener y morigerar la presión de los esclavos (Zuluaga 2003, 408)

De hecho, en 1816 cuando se sucede la reconquista española, la vinculación de grupos de afrodescendientes a las fuerzas realistas obedecerá en buena medida al hecho de que durante los seis años de incipiente vida republicana no se produjo una significativa transformación del entorno esclavista heredado de la colonia, con lo que la República no pudo ser leída por estos como un periodo político de cambio revolucionario sino de continuidad despótica por parte de quienes aspiraban obtener su libertad por vías legales; estimulando con ello nuevos brotes de insurgencia a lo largo del territorio nacional (que incluso acuden a causas liberales como la destilación de licores, según Martínez y Gutiérrez 2010), toda vez que para los afrodescendientes la libertad no constituía una dádiva sino un reclamo autogestionario y una obligación de la república, a la que no sólo exigían libertad, fácilmente conquistable mediante el cimarronaje; sino libertades entendidas como derechos soberanos, más allá de la retórica fundacional nacionalista, tal como se desprende del “Memorial de los diez mil setecientos esclavos de esta Villa de Medellín y sus distritos y su jurisdicción (Chávez 2010, 47).

La libertad retórica

Por ello puede afirmarse que la promesa de manumisión y libertad constituyó una fuerte estrategia de contención de los gritos revolucionarios de los descendientes de africanos en Colombia, tal como se desprende de los documentos en los que amonestaciones y advertencias como la precedente aparecen. Consciente de que los esclavizados habían contenido su rabia pero conocedor del número de quienes batallaron en sus ejércitos, Simón Bolívar, igualmente tendrá en el Congreso de Angostura y luego en el de Cúcuta expresiones con las que implora “la confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida, y la vida de la República” (Bolivar 1989).  Como consecuencia, la ciudadanía afrodescendiente aparece construida en el imaginario de las elites como una dádiva, cuya dación responde a la generosidad republicana de la cual los exesclavizados resultan deudores: “Desde este momento sois libres, y este don precioso lo debéis a la República, Sus leyes, sus sabias instituciones os colocan hoy en el número de los ciudadanos (…) ¡Manumitidos! La República espera que al romper los lazos de la esclavitud en que gemíais, aumente el número de sus defensores, de sus buenos ciudadanos; y vosotros no burlareis tan justa expectativa” (Romero Jaramillo 2005). Como puede notarse, la incorporación ritual a la sociedad de los libres como manumitido no significa exactamente el reconocimiento igualitario como ciudadanos ni la realización de sus derechos, aunque sí el reclamo de deberes. El gorro frigio impuesto a los neolibertos y fijado luego en el escudo de la república no significó para estos el reino de la libertad, igualdad, fraternidad ni el de la libertad y el orden para la nación colombiana, prisionera de una retórica inmarcesible y dueña de una gloria efímera.

Pese al formalismo retórico de la expectativa libertaria republicana, la manumisión finalmente implementada consistía más en el acto jurídico de la dejación del status de esclavizado que en el reconocimiento de la ciudadanía. Decidida la manumisión desde el vientre, el problema político de la libertad a cuentagotas se sitúa entre el dilema del reconocimiento libertario y la sanción social a la vagancia, sin que se encuentren rutas restitutivas que, en lugar de amarrar bajo contratos de aprendizaje al joven liberto, como ocurrirá al cierre de la tercera década del XIX, le pongan en condiciones de hacerse a una vida laboriosa como propietario. En las fiestas republicanas de cada julio, con las que se conmemoraba el alzamiento de Bogotá como si correspondiera al del país entero, se hacía no sólo la celebración solemne y la memoria conmemorativa de la gesta de independencia y de la emancipación política sino igualmente se honraban “las acciones virtuosas y en especial a conceder premios y recompensas a los habitantes de las provincias que manifiesten su laboriosidad y la honradez por las obras que se presenten como producto de cualquier género de industria, a que estén dedicados para ganar su propia subsistencia y la de sus familias  (González Pérez 1998, 54)[12], bajo el manto tutelar de la iglesia católica que presidía estas fiestas ante el palco oficial ocupado por las autoridades civiles; reflejando con tal coincidencia el marco en el cual se producía ahora la liberación de los esclavizados: Iguales ante Dios y republicanamente libres para labrarse su propia subsistencia ante los hombres lo cual, dicho sea, en nada resultaría una aspiración engañosa, a no ser por el hecho de que los liberados no contaron con herramientas públicas que les pusieran en plano de igualdad por la injusticia cometida contra estos al producir las riquezas con las que Europa y América se beneficiaron a costa del trabajo no pagado ni resarcido de África; dejando a la mayor parte de los desesclavizados únicamente con la exclusiva propiedad de sus brazos.

A diferencia de cualquier otro grupo humano, sólo los descendientes de africanos tuvieron que pasar por el prurito del aprendizaje libertario republicano haciendo muestras de adhesión formales en las que se les reconociera como servidores de la patria, susceptibles de ser vinculados e integrados a la sociedad de los hombres libres, cuyo fétido aire esclavista se purificaba ahora con los actos libertarios, recordando el caso de James Somerset en Inglaterra; actos que incluso constituían para estos la demanda de las más evidentes facultades humanas: “Acabáis de recibir sobre vuestra cabeza el gorro de la libertad. Acabáis de respirar el aliento de los hombres libres (…) Habéis adquirido el derecho de pensar, de hablar y de escribir libremente; el derecho de hacer todo lo que os convenga, siempre que respetéis la moral, la ley y los derechos de vuestros ciudadanos. Os habéis elevado al rango de ciudadanos y hombres libres y, por tanto, sois iguales, perfectamente iguales a los demás hombres ante la sociedad y ante la ley (Samper 1849, 269)

A treinta años de la expulsión definitiva de los españoles, este evento masivo del 20 de julio 1849, “aplaudido por los sectores comerciantes y repudiado por propietarios de grandes extensiones de tierras en las provincias (González Pérez 1998, 66) bien podría considerarse el cenit del descontento de las elites defensoras del esclavismo quienes, ya habían provocado una guerra de Supremos en 1839 y, tras la declaratoria oficial de abolición promoverían una nueva guerra civil en el país en defensa de “la virtud, la propiedad y el saber (Uribe y López 2006, 195-237), a lo que se sumaban las reservas de quienes consideraban que la abolición constituía un acto de expropiación contra “la tranquilidad del Sur de la República”, tal como alertara el regente de minas en Buenaventura, Manuel María Mallarino[13] (Martinez Garnica 2006, 81).

De hecho, la alerta sobre posibles alzamientos resultaba permanente y crecía, al suponerse que, en libertad, los afrodescendientes se sumaban a la ‘masa del pueblo’   que “a cada momento gustaba más de su libertad, conocía más y más sus derechos, su dignidad y su Soberanía. Tomaba aquel tono imperioso, libre y de Señor. Ya no era ese rebaño de ovejas, ese montón de bestias de carga que solo existía para obedecer y para sufrir”. En esas circunstancias, “muchos ciudadanos ilustrados preveían las consecuencias a que darían origen las reuniones frecuentes de un pueblo numeroso y embriagado con la libertad. Se temía que aquellos esfuerzos, que al principio habían salvado la patria, le fuesen funestos en los días consecutivos, y deseaban que la Suprema Autoridad impidiese las reuniones” (Periódico La Junta. Citado en Liévano Aguirre 1978, 435).


La república: historia de nuevas dominaciones

La primera generación de colombianos descendientes de africanos nacida y crecida en libertad asiste al derrumbe del colonialismo y a la instalación de la república sin que en ello encuentren el eco institucional suficiente para sentirse partícipes de la República. Siervos sin tierra, en el campo, el régimen de aparceros y terrajeros obligaban a permanecer en libertad bajo las condiciones y las amenazas de expulsión planteados por los terratenientes; con lo que “a los libertos se les daba la igualdad formal de los ciudadanos, pero acompañada de la desigualdad ‘natural’ como negros (Cruz Rodríguez 2008). Tal situación, expresará una forma dual de trato político en el que la pigmentación conserva la huella del dominio y la subrogación propia del modelo colonial en el contexto republicano. Aunque, si bien se habían decretado normas contra el carácter segregacionista que en tiempos de la colonia habían impedido el ascenso social de los afrodescendientes libres de todos los colores, ampliando con ello sus posibilidades de vincularse a las diferentes profesiones, artes y oficios disponibles para el servicio a la república (Convención constituyente de 1832 2009, 237), las posibilidades reales para que un afrodescendiente pudiera hacerse a una profesión (las mujeres, independientemente de su origen étnico de suyo estaban impedidas por el machismo atávico), resultaban exiguas, pese a lo cual muchos entraron en las sociedades de artes y oficios impulsadas por el fragor democrático con el que el liberalismo gobernante pretendía acelerar las reformas que llevaran a la naciente república a adoptar el talante liberal.

Tales sociedades asumen como propósito “la ayuda mutua y el establecimiento de escuelas nocturnas, (aunque) pronto se transformó en una agrupación  de actividad política a la que estaban vinculados jóvenes recién egresados de colegios y con ideas progresistas (González Pérez 1998, 59) constituyendo la base de la gestación de un público popular, más que ciudadano. Tanto historiadores como historiógrafos políticos opacan la diferenciación étnica identificando como acción colectiva popular lo que debería significarse referenciando las capas poblacionales constitutivas del sujeto de la movilización de base en el país, lo que cierta escuela crítica denomina como sujetos subalternos, que finalmente significa esclavizados, libres, mestizos, mujeres y pobres; y no una masa cuyo resentimiento se revestía de muy distintos colores, matices y percepciones.

Sin embargo, el que el proyecto de las elites no coincidiera con una concepción popular amplia en el que cupieran los afrodescendientes resulta obvia, en la medida en que dicha retórica nacionalista, animada étnicamente por la causa contra la abolición, opaca “el hecho de que la nación que imaginaban las élites letradas republicanas era una nación para sí mismos, en donde no sólo las huellas de la esclavitud y su historia debían ser borradas de la memoria, igualmente la gente que descendía de la esclavitud debía ser expulsada físicamente de los límites de la nación, ya que su presencia representaba una amenaza social (Chávez 2010, 50); a tal punto que, para 1861, en el proyecto de ordenamiento del territorio y del comercio bajo los Estados Unidos de Colombia, se  proponía poblar el Istmo de Panamá con desesclavizados, como parte de los acuerdos comerciales con los Estados Unidos de Norteamérica (Díaz Callejas 1997, 302). Cuatro años atrás, Manuel María Mallarino proponía con virulencia alejar a los afrodescendientes de la sociedad republicana integrada, “solicitando del Congreso que acuerde un acto disponiendo que todos los negros que por cualquier motivo entren al goce de la libertad sean conducidos a formar poblaciones en el Quindío, si no en los desiertos que nos separan de Venezuela o Centro América, o bien, que se imponga una contribución con el fin de conducir a las costas de África a los negros que se vayan libertando[14] (Tirado Mejía 1976, 98).

El traslado en el sujeto de la dominación lleva a los criollos a imaginarse que su condición embrionaria en los asuntos del gobierno (pues pese a ser ilustrados no desempeñaban cargos públicos de envergadura);  es significativamente mayor a la de afrodescendientes e indígenas, a quienes consideran no sólo menores de edad sino incompetentes para representarse o alcanzar su propia representación en las instituciones republicanas, con lo que la ciudadanía para estos resulta tutelada, restringida y fraccionaria, vinculada más al discurso de los derechos que a su realización. En ese contexto el pueblo, con claras facciones étnicas, es leído como peligroso y su insurrección repelida, pese al nacimiento violento de la república. En Colombia, cuya singularidad institucional ocurre entre guerras de odio y reclamos de poder “sometidos a la contingencia de las acciones políticas y bélicas, a las tensiones sociales, a las heterogeneidades culturales y a las diversidades económicas (López y Uribe 2003), los partidos y sus caudillos se convertirán en la imagen de la nación y ocuparán decidida y exclusivamente el lugar de la ciudadanía (Sánchez Gómez 1991).

En suma, a las y los afrodescendientes, la condición de libertos los exesclavizados y ahora anónimos ciudadanos de tercera, no les representó mejoras significativas, entre otras porque la precaria producción nacional concentraba todavía sus exportaciones en un renglón vinculado al modelo de extracción minera colonial, lo que dejaba al régimen de las haciendas con un sistema de abastecimiento interno y producción asalariada flexible en el que la fuerza laboriosa fluctuaba tanto como sus salarios, por lo que “la remuneración de los trabajadores, en cualquiera de las formas existentes, raramente fue generosa” (Bushnell 1997, 190). Ante la presión social que ello implicaría al verse cesantes, el incremento de la criminalización por las reclamaciones judiciales, la penalización de la vagancia y los repetidos actos de fusilamiento, una buena cantidad de libertos bajo las nuevas condiciones jurídicas migra para colonizar parte del país andino, el bajo cauca, mojones de los llanos orientales, valles, estribaciones ribereñas y litorales, en los que se encontrarán con las generaciones de hijas e hijos de cimarrones que habían emprendido el mismo camino décadas y siglos atrás y cuya historia de poblamiento y colonización ha sido obviada flagrantemente.

Como agravante, pese a haber sostenido bajo sus hombros el peso de la producción económica colonial en haciendas, minas y talleres, se cuece sobre el colono afrodescendiente un nuevo estigma, según el cual no son las ricas tierras, ni los parajes lejanos ni la pesadez o las condiciones precarias de la vida lo que apesadumbra a quien frecuenta estos territorios conquistados sin el Estado. Lo que más contrista desde que se ve al primer habitante (afirma Santiago Pérez, integrante de la Comisión Corográfica), es la salvaje estupidez de la raza negra, su insolencia bozal, su espantosa desidia, su escandaloso cinismo (Pérez 1950, 44); promoviendo la mistificación de la ruralidad del afrodescendiente que desconoce el hecho protuberante de que en la ciudad permanecían y echaron raíces afrodescendientes que habían nacido libres o ganado su libertad por diversas vías al momento de escenificarse las diversas revueltas de independencia, que eran propietarios, cambistas, prestamistas, campesinos con tierra, artesanos y comerciantes y, por lo mismo, gozaban de una precaria visibilidad e incluso prestigio, podrían haber aspirado a hacer parte de la misma sociedad de los criollos y a los mismos privilegios de las elites regionales; conocedores como lo eran de la revolución de Haití y su significación.

Así, en la intelectualidad colombiana del periodo republicano se configura una estrategia denegatoria que pondrá en las y los afrodescendientes la suma de los males de la nación así como insistirá en eliminar lo indígena y lo africano de la eufemística cultura nacional mestiza, unificada y homogénea a fuerza de que no quepa en ella la evidente desagregación étnica, cultural y geográfica colombiana “que hace inexacto hablar de un pueblo, entendido como un nivel de los social humano en el cual los hombres desarrollan relaciones de identidad y pertenencia a partir de compartir un territorio, una historia, una percepción general del mundo y una cultura (Quesada Vanegas 1995, 96).

La actitud prejuiciada de los conservadores según la cual la abolición conllevaría la bancarrota y la ruina de hacendados y mineros queda en entredicho ante el crecimiento de la economía colombiana producto del cultivo del tabaco y la mayor extracción de oro y plata en el periodo 1850 – 1875; gestando en algunas regiones condiciones de informalidad y naturalidad en la relación clase dominante – fuerza de trabajo (Palacios y Safford 2002, 23), marcada no tanto por la comprensión entre estas sino por prácticas de evitamiento y denegación que demarcan el lugar subordinado de unos frente a la pretendida particularidad dirigente de otros. Incluso tardíamente, en el proceso constitucional de 1886 las consideraciones prejuiciosas entran a jugar, al insistir José María Samper, ahora conservador, en que “el negro es (…) fuerte para el trabajo, fiel en sus afectos, fecundo para la procreación, perezoso e indolente, supersticioso en religión, de instintos groseros y sin noción alguna del derecho” no debe ser considerado un sujeto de derechos políticos. De hecho, extendiendo su opinión a un universalismo denegatorio que contiene a indígenas y afrodescendientes, afirma que conceder el derecho de sufragio a los individuos de segunda y tercera, que son los que forman la mayoría de Colombia, equivaldría a condenarnos desde ahora a no tener nunca un buen gobierno, serio, respetable, y a vivir en una zambra permanente.”(Citado en Alape 1983, 297); con lo que los afrodescendientes para la época constituirán un campesinado étnico crecido bajo la idea fija articulada en las grandes urbes, de que “el campo empobrece, embrutece y ennegrece”.

Notas

[1] Este es el cuarto de una serie de escritos con los que me he propuesto revisar algunos de los episodios más resaltantes de la vida nacional en el siglo XIX, cuya relectura resulta precisa para aportar a la articulación de una teoría política de la afrodescendencia.
[2] En este trabajo Colombia es el nombre genérico para un país que cambió su propio nombre de constitución en constitución: Provincias Unidas de la Nueva Granada, Gran Colombia, Nueva Granada, Confederación Granadina, Estados Unidos de Nueva Granada, Estados Unidos de Colombia y, finalmente, República de Colombia. Sólo en las citas o cuando resulta estrictamente necesario se utiliza alguno de ellos.
[3] Documento de origen: Acta de la constitución del Estado libre e independiente del Socorro. 15 de agosto de 1810.
[4] Aunque resulta obvio, la expresión criollo se refiere específicamente a aquellas y aquellos americanos identificados básicamente con la apropiación de valores, identidades y sentidos de lo europeo en América, parcialmente reconciliado con su descendencia  indígena. Euromestizos es la construcción que he utilizado en otro lugar para caracterizarles, diferentes de quienes al autodenominarse afrodescendientes reclamamos nuestra pertenencia americana a partir del legado social, político, económico, histórico y cultural de las y los africanos, inicialmente incorporados forzosa y masivamente; y de sus hijas e hijos nacidos en este continente en cinco siglos. En este trabajo se utiliza hacia atrás la categoría afrodescendiente, evitando críticamente utilizar en mi discurso categorías coloniales racializadas que remiten a la pigmentación ideologizada (negros) o a las castas (pardos, libres de color entre otras), consciente de la novedad de dicho término, cuyo uso se ha amplificado en el inicio del siglo XXI y respetando el uso de estos en quienes así aparece. Para evitar universalismos en uno u otro uso, acudo a categorías como africano, africanos y sus descendientes, esclavizados, libres, autoliberados o manumitidos, que expresan un momento histórico en el que tal concepto tiene sentido, sin que resulte contradictorio con el uso social, político y académico intencional en la expresión afrodescendiente.
[5] Este mismo aparte tiene algunas modificaciones en su versión anterior de la Carta de Jamaica: “No somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque, en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil. (…) no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país, que mantenernos en él contra la invasión de los invasores. Así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado” (S. Bolívar, 1993, 135).
[6] Documento de origen: ARCHIVO Histórico de Rionegro, “Sobre los esclavos de ayudar a la consecución de la libertad”, septiembre de 1812, Consejo Municipal, Vol. 152, f. 251 v.
[7] Bolívar había afirmado en el Congreso de Cúcuta que “no puede haber república donde el pueblo no está seguro del ejercicio de sus facultades”. Sin embargo, al parecer los deseos de Bolívar difícilmente significaron leyes decididas por los legisladores, terratenientes y esclavistas en su mayoría, para dar algún sentido amplio a tal noción.
[8] Agustín LAO MONTES. “Cartografías del campo político afrodescendiente en América Latina”. Universtas Humanistica, vol. 38, Nº 68, 2009, p. 213 Las evidencias de tal cosmopolitismo alterno afrolatinoamericano; especialmente en Argentina y México, pueden rastrearse en el trabajo de Carmen Bernand. Negros esclavos y libres en las ciudades hispanoamericanas, ya citado. De igual manera, pese a la precariedad de los documentos disponibles, resultan significativamente sugestivas las menciones que Marixa Lasso hace al escrito reflexiones políticas y morales de un descendiente de África a su nación en que manifiesta sus amorosas quejas a los americanos sus hermanos en Myths of Harmony. Race and Republicanism during the Age of Revolution. Colombia, 1735-1831. Universitiy of Pittsburgh Press, 2007
[9] Como ocurrirá con el Almirante José Fulgencio Padilla, héroe de la batalla naval de Maracaibo, quien pese a haber derrotado de manera definitiva las pretensiones marítimas de los españoles, es acusado falsamente y contra toda evidencia de participar en la famosa conspiración septembrina, por lo que resulta fusilado por orden de Bolívar y el tribunal encargado del juzgamiento de los actos en dicha fecha. No solo la muerte, sino igualmente el blanqueamiento de los héroes hacen parte de las estrategias de elite colombiana para invisibilizar la participación afrodescendiente en la gesta independentista y en la articulación de la nacionalidad colombiana.
[10] Aunque insuficiente aun, esta ruta empieza a ser explorada en las ciencias sociales (Grau 2010)(Lasso 2007), cuyas cultoras advierten que “en el caso colombiano, el no tomar en cuenta los contactos de la clase baja con los sucesos internacionales ha restringido las preguntas de los historiadores e influido sus planteamientos sobre la política popular (por lo que…) todavía no sabemos qué clase de futuro político se imaginaba el pueblo colombiano, o qué tipo de gobierno esperaba que reemplazara al español”. (Lasso 2003, 7). Más aun, recientemente Marixa Lasso mencionaba la obcecación de muchos, analistas y políticos de oficio, en referirse a la esclavización como clave conceptual, indicando que “hay menos problema en hablar de la esclavitud porque la esclavitud se acabó; ya no hay esclavos. La Discriminación no se ha acabado; entonces hablar de los libres de color, de sus denuncias de discriminación, de su participación en las guerras, de su contribución a los ideales de igualdad y democracia; es hablar de un problema que todavía existe y, tal vez por eso, podamos estar más cómodos hablando de los esclavos que de los libres de color” (M. Lasso 2009).

[11] Habría que suponer que esta expresión se refiere a los sentimientos patrióticos, aunque muy buen puede ser sinónimo de indolencia expresión que las elites utilizarán frecuentemente en su reacción animosa contra los desesclavizados y a su forma de relacionamiento con el ambiente natural, por fuera de las lógicas de producción liberales: “los libertos, y los libres de su especie, se hallan tan connaturalizados con la vida salvaje y ociosa, que casi no tienen vestido ni alimento, a pesar de la fertilidad del terreno” (Mosquera 1829, 8).
[12] Documento original: Miscelánea. Nº 469. Fondo Pineda, Biblioteca Nacional de Colombia.
[13] Documento original: Debates en la Cámara de Representantes, sesión del 6 de marzo de 1851. 
[14] Manuel María Mallarino. Memoria del Gobernador de Buenaventura a la Cámara provincial en sus sesiones de 1843, Cali, 15 de setiembre de 1843. Colección Patrimonio Documental de la Universidad de Antioquia, FM/171, documento 3. 

Trabajos citados

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