caLas palabras, construidas a fuerza de ser usadas, no necesariamente nacen de manera cotidiana; al menos no aquellas que, además de palabras, constituyen conceptos con los cuales el mundo académico procura reproducir el mundo vivido y proponer su transformación. La relación entre las palabras y los conceptos dibuja la distancia que separa tanto como vincula dos mundos diferentes: el del estudio juicioso y riguroso y las relaciones que en él establecen los seres humanos, y el de la cotidianidad de lo humano en el que las palabras articulan no sólo trozos comunicativos sino discursos en los cuales una u otra construcción conceptual de sentido puede ser rastreada de acuerdo con su peso político; tal como ocurre en las corrientes que hoy argumentan en torno al concepto de interculturalidad y en los procesos jurídicos de penalización del racismo y la discriminación.
Raza, etnia, cultura, multiculturalismo, interculturalidad, por ejemplo, constituyen retazos conceptuales utilizados como piezas comunicativas sin que necesariamente en el habla cotidiana resulte suficiente su significación. De hecho, lo que suele ocurrir es que los académicos, intelectuales y políticos de oficio producen un abismo no siempre transitable entre la vida cotidiana, la actividad investigativa y la construcción legislativa que casi se torna una distancia contemplativa: mientras para los ritmos sociales las palabras se gastan y se renuevan de acuerdo a su utilidad y funcionalidad; para la academia los conceptos conservan un nivel de perdurabilidad por momentos exasperante e inentendible, animado por las fronteras intelectuales con las que se construyen escuelas, tendencias, enfoques a modo de trinchera y torres panópticas para la validación de conocimientos.
Mediante el lenguaje, construimos una relación de implicación con lo que las cosas son, cuyos predicados constituyen atributos con los que afirmamos nuestras representaciones (Foucault 1989, 100) . Tal capacidad para hacer que las palabras y los conceptos produzcan una coincidencia con nuestras figuraciones evidencia la complejidad con la que las representaciones mentales saltan a la vida cotidiana, dándole sentido a nuestras pasiones, nuestros odios o nuestros lazos de solidaridad, articulando sentidos políticos con los que palabras, conceptos y acciones complejizan las determinaciones de lo humano. Tal como afirma Paris Yeros, traducido por Eduardo Restrepo, “si uno acepta que nuestras acciones están atravesadas por la forma como comprendemos el mundo entonces debemos preocuparnos por las implicaciones políticas de los conceptos que desarrollamos y los métodos que usamos” (Restrepo, 2005)
Construidos para operar en un diseño en el que tienen sentido, los conceptos políticos operan significados tanto en su uso y su culto como en las figuraciones disciplinares en los que se los pone en relación, transformando sus sentidos, mutando su significación al calor de los debates escolares y jurídicos; sin que por dichos cambios pierdan su capacidad para ser adecuados a temporalidades y localidades incluso distintas de su fuente original (de la Cadena 2010, 12) .
No sólo por su carga simbólica sino igualmente por su significación el lenguaje, preñado de sentidos políticos, opera nuestras comprensiones en torno a asuntos en los que la subjetividad y las pertenencias identitarias se encuentran expuestas al escrutinio discursivo construido con representaciones, ideologías y mentalidades, a partir de las cuales dotamos de contenido el propio mundo tanto como reproducimos registros históricos, categorizaciones y experiencias en juego entre el pasado y el presente: “El lenguaje político no sólo delinea el campo de experiencias y el horizonte de expectativas en el que se producen las historias; además, los conceptos determinan las maneras en las que la historia se escribe, puesto que los términos en uso establecen distinciones de sentido que dan cabida a las posibles interpretaciones” (Lesgart 2000, 88)
Los conceptos políticos, dirigidos a apresar los sentidos de las interacciones políticas, comparten el mismo terreno que la palabras en la cotidianidad de la vida humana y, de manera especial, en sesudos ejercicios analíticos y en debates legislativos en los que, como si de una red se tratara, son socorridos con el propósito de “apresar fenómenos políticos (…) que luego son recogidos y distribuidos de la manera que ese pensador particular considera significativo y pertinente. Pero en todo el procedimiento, el pensador ha elegido una determinada red, que arroja en un sitio por él elegido” (Wolin 1993, 30) .
Así, en Ciencia Política podríamos revisar el hecho de que, contrario a lo que se piensa al interior del decisionismo y el análisis conductual como tradiciones reinantes en la disciplina, el institucionalismo ha marcado significativamente la selección y dimensionamiento de los conceptos políticos usualmente en boga, declarando un núcleo duro de la disciplina, del cual quedan por fuera aquellos referidos a formas de relacionamiento social y cultural precariamente incorporados al estudio politológico; tal como le ocurre al conjunto conceptual para referirse a la cultura de masas, a las formas de entretenimiento y a la identidad étnica, por mencionar algunos asuntos considerados fronterizos, marcados por el desdén en su abordaje por parte de los principales exponentes de la disciplina (Trenzado Romero 2000, 47) .
Uno de estos conceptos, problememicos y complejos, sujetos a distinciones y posibles interpretaciones de base histórica, es el de interculturalidad, que aparece integrado a una anudada red significativa en la que se lo disputan las mentalidades construidas en torno a procesos de racialización institucionalizados, multiculturalismo, acción pública diferencial y gestión del conflicto interétnico, desde su uso en el discurso indigenista hasta su incorporación en prácticas y documentos oficiales de los estados y organismos multilaterales, pasando especialmente por las comunidades, organziaciones y analistas de la afrodescendencia; con lo cual queda dicha la diversidad de interprtaciones que recibe este concepto. Interculturalidad aparece en el horizonte académico en el que, “desde Latinoamérica, viene jugando un papel importante en las conceptualizaciones, políticas y prácticas – desde ‘arriba’ y desde ‘abajo’- en torno a comunidad, sociedad, estado y nación, destacado a la vez sus formulaciones tanto ‘funcionales’ como ‘criticas’”. (Restrepo, Walsh y Vich, Introducción 2010, 11)
La interculturalidad, nacida en las evidencias del juego de negociaciones políticas en el que se produce la construcción simbólica y significante de la realidad identitaria, no se agota en el reconocimiento multicultural; toda vez que revela la tensión existente entre la asunción de la identidad personal y la colectiva, compleja; más aun cuando quienes resultan reconocibles como pertenecientes a un determinado grupo étnico producen adscripción y categorías de adscripción a partir del reconocimiento de su propia identidad tanto como de las diferencias a las que se pretende dar sentido con tal invención.
Tal como reconoce Cahterine Walsh, interculturalidad es un concepto articulado en contravía del discurso oficialista en torno a la política de lo diverso y multicultural, que hace eco de “discusiones y debates que más bien acentúan la diversidad cultural, la relación y el conflicto étnico como algo que se puede superar con mejores procesos y prácticas de comunicación (…) como un asunto de voluntad personal; no como un problema enraizado en relaciones de poder” (Walsh, 2002, 119) .
Por el contrario, en plano de articulación de un proyecto político emancipador, que aporte a la liberación y a la descolonización como claves de la rearticulación de fuerzas políticas, grupos identitarios y simbologías étnicas en disputa por el rumbo del Estado, las figuraciones sociales, los discursos históricos y la articulación del conocimiento (Walsh, García y Mignolo, 2006); la interculturalidad implica no sólo aprender a vivir con la diferencia (Hall 2010, 512) sino igualmente la posibilidad de vivir de manera diferente. A diferencia de la raza, en cuya recitación se dice al otro de modo discriminatorio, la interculturalidad (que, por cierto, no es sinónimo ni antónimo de aquella) pretende abrir el discurso político a un acto conciliatorio entre el nosotros y los otros; más allá de taxonomías nacidas de procesos de racialización sostenidos e institucionalizados.
Contrario a lo que suele pensarse, la eliminación categorial del concepto raza en los discursos académicos y jurídicos no elimina su sentido político, en la medida en que la palabra y el uso que de ella ocurre reflejan las coincidencias entre prácticas políticas, sociales y académicas instaladas en las sociedades nacionales en las que los otros resultan violentados, minimizados y convertidos en foráneos, cuando no en extraños y ajenos; cargando sobre sí el peso del estigma que, entre biología, cultura e ideación, no termina de despigmentar y convertir en signos culturales los odios irracionales y las pasiones sectarias y regionalistas con las que se alimenta el trato bajo etiquetas ennegrecidas, perversamente diferenciadoras bajo el signo de la inferiorización con la que se niega la identidad étnica y cultural del otro. Sin embargo, no renunciar a tal concepto y pretender contener en él las expresiones nuevas nacidas de procesos reivindicativos y analíticos gestores de nuevas discursividades emancipatorias que sustentan la afirmación de la mismidad por fuera de los códigos binarios racializados, resulta precario. Entenderse 'libre', 'renaciente' o afrodescendiente tal vez no pueda hacerse bajo los mismos códigos que articularon la biologización de la discriminación y del racismo, esencializando como 'negro' al sujeto de la dominación física e intelectual operada en el modelo de la colonialidad.
De hecho ayer, fue precisamente en el corolario de la estulticia transformada en filosofía, que iluminados pensadores como Immanuel Kant pudieron ceder ante el espíritu lastimero de su época para afirmar que las ideas y los conceptos en boca de africanos resultan no sólo extraños sino simplezas. Al calor de una anécdota, el solitario de Konigsberg expresa en sus observaciones sobre lo bello y lo sublime que, “para ahorrar palabras, baste decir que el mozo era negro de los pies a la cabeza; clara señal de que lo que decía era una estupidez” (Kant 1990) ; tal como recitara igualmente Montesquieu, para quien los esclavizados, “negros desde los pies hasta la cabeza, tienen la nariz tan aplastada que es casi imposible tenerles lástima”. (Montesquieu 1993, 175) ”
De la misma manera hoy; en plena extensión de la mundialización, cuando el fracaso de políticas antimigratorias justifica la vinculación del otro con la inseguridad, puede argüirse; por ejemplo, para oficializar la persecución francesa a la población gitana, que resulta necesario producir la “limpieza que salvará a Francia"; mientras el Papa convoca al mandatario francés a “saber acoger a las legítimas diversidades humanas” y el diario Le monde alerta contra “esta política de la humillación que da una visión degradante de la acción pública”; mientras declara que “Francia no es un país racista. Pero al activar las pulsiones del racismo, el Ejecutivo ridiculiza nuestros principios y nuestros valores” (Fottorino 2010) .
Con ambos ejemplos, quedamos sifucientemente informados de que en los discursos nacionalistas, el racismo se cuela con frecuencia, imponiendo al otro la propia mirada; comprendiendo la nacionalidad, la ciudadanía e incluso la construcción de la subjetividad en clave integracionista, asociada a imágenes institucionalizadas y pasados homogéneos e indiferenciados que vinculan a tradiciones y saberes hegemónicos con los que resulta posible pregonar perogrulladas del tipo “un solo dios, una sola lengua, una sola raza”.
Con ese propósito, abogar por la interculturalidad contribuye a suturar tales prácticas manidas, a condición de desinstalar en el debate político el peso de las declaraciones, discursos y referencias que restan en lugar de sumar a la diferenciación, a la acción diversa, al posicionamiento de “procesos que, en la práctica, están dirigidos a fortalecer lo propio como respuesta y estrategia frente a la violencia simbólica y estructural, a ampliar el espacio de lucha y de relación con los demás sectores en condiciones de simetría, ya impulsar cambios estructurales y sistémicos” (Walsh, 2002).
En esa ruta, la instalación en el tinglado jurídico colombiano de una ley que penalice el racismo y la discriminación contra las y los afrodescendientes, pone en evidencia que tales términos no son simplemente palabras; sino realidades entronizadas e institucionalizadas, ante las cuales resulta prometedor la futura instauración de tal ley en la medida en que, por la vía punitiva, contribuye a desintalar prácticas y tradiciones discursivas en las que persiste la negación de la otredad y la vulneración de la dignidad humana en chistes, canciones, aulas escolares, programas televisivos, acciones gubernamentales y escenarios de diverso orden en los que perviven el discurso homogéneo de la igualdad mientras se alimenta el trato nugatorio, despectivo y prejuiciado.
Sin embargo, las relaciones étnicas no se decretan; toda vez que están marcadas por el peso histórico y político del lenguaje en el que se traducen los imaginarios que permiten o impiden el diálogo creativo entre las y los diferentes y construyen relaciones significantes y no sólo dialógicas entre los seres humanos. Por ello activistas, organizaciones, instituciones gubernamentales, academias, gremios, medios de comunicación e instituciones educativas; una vez en firme la ley, deberemos acompañar mayores ejercicios de impacto en los procesos económicos, sociales y políticos sobre los que se sostiene el racismo como una institución de la inferiorización y la minusvaloración cultural e intersubjetiva.
Perdería sentido que Colombia implemente una ley que penaliza la discriminación y el racismo instalado en prácticas, discursos y formas de relacionamiento cotidianas, mientras en el actual gobierno ninguno de los ministerios está bajo la responsabilidad de afrodescendientes o indígenas. Del mismo modo, resulta incoherente que se proteja legalmente la diferencia étnica mientras la imagen televisiva, a sus dos lados, resulta habitualmente monocromática y, cuando se desestructura, cargada de lugares comunes, expresiones ignominiosas, invisibilizaciones o referencias estigmatizadas y caricaturescas, tal como se ha denunciado en la programación de RCN, por ejemplo.
De igual manera, deberemos preocuparnos de que la ley no resulte contraria a la interculturalidad tal como ocurre cuando, en aras de la libertad de opinión, un destacado y autodenominado bastardo se abroga el derecho de caricaturizar como ‘certificados de negro’ las acciones de inclusión específicas encaminadas a proteger y garantizar derechos negados para grupos étnicos discriminados y tratados bajo injusticia por siglos de inacción estatal, violencia criminal e institucionalización del prejuicio bajo el cual, so pretexto del mestizaje, se sostiene una igualdad engañosa, abstracta y vacua que armoniza las diferencias sin reconocerlas ni respetarlas.
Si bien resultaría ridículo dar crédito a ideólogos como Locke, Kant y Montesquieu que instalaron conceptualmente la imagoloquía con la que se imagina y localiza al africano y sus descendientes en el lugar del inferiorizado, convendría una ley que obligara a pensadores de tal laya a medir el peso de sus prejuicios.
Entre nosotros, transitar por los rumbos de la interculturalidad, más allá de una ley que sancione las formas discriminatorias y racistas, implicará reconocer la enmarañada red de prácticas, concepciones y discursos que sostienen la negación de la diferencia y la diferenciación perversa en la que no cabe el reclamo de la propia identidad cultural. Tal perversidad se escenifica cuando la ofensa contra el diferente ocurre impunemente frente a nosotros en la piel que autoriza a entrar a una discoteca, alquilar una casa u obtener un puesto de trabajo para el que se está calificado; cuando el odio se convierte en un crimen que mata a un adolescente afrodescendiente en las calles de Bogotá sin que ello constituya una afrenta contra la sociedad; cuando en un programa de televisión como “Chepe Fortuna” se recrea; de la mejor manera posible tal vez con solaz, el racismo instalado en la elite cartagenera, sin que en el país se escuche una decidida voz de protesta; cuando en la publicidad de reconocidos almacenes de cadena persistentemente no aparecen los rostros que develan la diferencia étnica en el país; cuando, para cerrar por ahora, viejas estadísticas y nuevos indicadores de tragedia se localizan no sólo entre los más pobres del país sino igualmente en las regiones históricamente habitadas por afrodescendientes en las costas atlántica y pacífica, pintando los colores del desastre humanitario ahora en Buenaventura, Chocó, el Urabá antioqueño, el Bajo Sinú, la Mojana sucreña, por mencionar sólo algunas de estas escenificaciones.
Los ejemplos abundan para afirmar que estamos lejos de producir códigos de interculturalidad en nuestro país y, más aun, desinstalar los procesos políticos con los que se sostiene el discurso de la igualdad mientras campean las trampas de la minusvaloración y la institucionalización de la desigualdad, la discriminación y el racismo. Por lo pronto, dejo constancia de mi apoyo a una ley que, más que palabras y conceptos, le proponga al país un pacto en el que la diferencia cultural esté incluida.
Trabajos citados
de la Cadena, Marisol (ed). formaciones de indianidad. Articulaciones raciales, mestizaje y nación en América Latina. Envión editores, 2010.
Fottorino, Eric. Editorial de Le Monde citado en "El Ciudadano". 21 de Agosto de 2010. http://www.elciudadano.cl/2010/08/21/francia-comenzo-a-expulsar-a-los-gitanos/ (último acceso: 20 de 03 de 2011).
Foucault, Michel. Las palabras y las cosas. Siglo XXI, 1989.
Hall, Stuart. Sin garantías. Envión editores, 2010.
Kant, Immanuel. Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime. Alianza, 1990.
Lesgart, Cecilia. «Innovacion conceptual y cambio político.» Revista ARgentina de ciencia Política, nº 4 (Diciembre 2000).
Montesquieu, Charles de. Del espíritu de las leyes. Altaya, 1993.
Restrepo, Eduardo. Políticas de la teoría y dilemas en los estudios de las colombias negras. Universidad del Cauca, 2005.
Restrepo, Eduardo, Catherine Walsh, y Victor Vich. «Introducción.» En Sin Garantías , de Stuart Hall, 7-14. Envión editores, 2010.
Trenzado Romero, Manuel. «El cine desde la perspectiva de la ciencia política.» REIS, nº 92 (2000): 45-70.
Walsh, Catherine. «(De)construir la interculturalidad. Consideraciones críticas desde la política, la colonialidad y los movimientos indígenas y negros en el Ecuador.» En Interculturalidad y política , de Norma Fuller (ed). Red de apoyo de las Ciencias Sociales, 2002.
Walsh, Catherine, Álvaro García, y Walter Mignolo. Interculturalidad, descolonización del estado y del conocimiento. Del Signo, 2006.
Wolin, Sheldon. Política y perspectiva. Continuidad y cambio en el pensamiento político occidental. Amorrortu, 1993.
Profe: Excelente!, Te felicito
ResponderEliminarModificando: El racismo y la inclusión / igualdad, asi como los instrumentos de la literatura y de la retórica, ironia, sarcasmo, disfemismo, etc., son construídos en el vacio, consecuencia de un sistema metafísico dominante donde no se gusta de las cosas, donde me gusta de gustar y de no gustar de las cosas. Este sistema controla subsistemas como el capitalismo, el socialismo, el anarquismo, el cristianismo, el judaísmo, el islamismo, etc.
ResponderEliminarEs común ver a alguien preguntando para ese o aquel pensador: en que se equivocó el sistema socialista? Encontramos muchas teorias que intentan explicar el equívoco. No hubo ningún equívoco en nigún de eses subsistemas. No existe equívoco. Los eventos sucedieron de acuerdo côn el sistema dominante que cria el YO como prisión. Amor, respeto y compasión hacia las diferencias. amorvaidadefelicidade.blogspot.com
Saludos desde México, buena invitación a la reflexion y sobretodo a la acción.
ResponderEliminarHola. Gracias por tu comentario y tu lectura.
Eliminar