jueves, 13 de febrero de 2020

Antes, yo era racista...


De tanto en tanto, las redes sociales nos hacen conocer las percepciones, escritos o afirmaciones de personas que, con el pretexto de estar en el ejercicio de su opinión, manifiestan descontento, fastidio, malestar o hasta asco y odio por quienes tienen tonalidades de piel más oscuras; especialmente indígenas y “negros”.

Sorprendidos por la reacción airada contra tales desafueros, aparecen rápidas disculpas y emocionales peticiones de perdón destinadas a provocar la comprensión y a alimentar la sensiblería con la que se reciben en los nuevos medios las lágrimas y los abrazos reconciliatorios que alimentan, me gusta tras me gusta, la plácida complicidad y conformidad con la pervivencia de problemas de inhumanidad que deberían haber desaparecido siglos atrás como producto del acrecentamiento de la racionalidad y el reconocimiento de la diferencia igualitaria en los regímenes constitucionales que incluso sancionan tales prácticas.


Sea quien sea que las pronuncie; hoy o décadas atrás, lo que resulta perverso en el trato discriminatorio y racializado es la reiteración enceguecida, enfermiza y perturbada con la que sobrevive el peor enemigo de la humanidad, en tiempos en los que ya deberíamos estar disfrutando las mieles de un mundo feliz y lúcido en el que la comprensión de la diferencia no juegue en contra de ningún ser humano. Al contrario, el siglo XXI nos ha arrastrado de la peor manera posible hasta el deslumbramiento del odio y su pasmosa capacidad para provocar daño, enfermar y lesionar hasta hacer morir a quienes se piensa que no importan o cuyas vidas se consideran de menor valor.

De hecho, ahí radica el problema de las opiniones racializadas y discriminatorias: subsisten con virulencia maléfica, a pesar de la mayor educación, la ampliación informativa, la legislación prohibitiva, la disponibilidad de experiencias, el contacto humano diversificado, los viajes trascontinentales, las relaciones interétnicas, el encumbramiento de artistas y deportistas, la mundialización de las industrias culturales, el reconocimiento de políticos alternativos, la exaltación de literatos y cultores de diferentes disciplinas a lo largo y ancho del planeta.


El racismo, si bien es un dispositivo simbólico afirmado sobre el supuesto de la superioridad de los unos frente a la inferioridad de los otros, no constituye un evento endémico, episódico o pasajero. Al contrario, es una pandemia que se sigue contagiando y de la que tienen que vacunarse y curarse individuos, pueblos e instituciones que la sostienen para regular las interacciones humanas nulificando la diferencia y haciéndola gravosa para quienes, vulnerados, agredidas y con agravio, sienten exclusivamente sobre sí el peso de tal justificación binaria.


Por ello, queda abierta la exhortación de Malcom X para quienes sufren bajo el estigma alimentado con la obsesión malsana que aviva al racismo y la discriminación, a entender que “es hora de darnos cuenta de que tenemos el mismo problema, un problema común que nos hace vivir en un infierno” creado, sostenido y perpetuado como un mecanismo de dominación que va más allá de las palabras y gracejos antojadizos que pululan en expresiones y comentarios en redes sociales. Eso es lo que no se puede disculpar y contra ello resulta imperioso batallar, hoy más que nunca.

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CuestionP Aportes para una teorìa polìtica de la afrodescendencia por Arleison Arcos Rivas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 2.5 Colombia.

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