domingo, 10 de mayo de 2015

Profesionalización docente y capitalismo


Los maestros han estado y seguirán estando mal pagados, no sólo a consecuencia del carácter residual con el que se asume su oficio en un sistema que social, política y económicamente toma la escuela como un espacio de socialización semejante o parecido a la casa; en el que la maestra, sujeto altamente representado en número y significación, especialmente en los primeros años formativos, funge como sustituta maternal. Por la misma vía residual, el profesor no es leído como padre (expresión que se reserva a las altas jerarquías epistémicas) sino como un informador instruido. Ambos, prisioneros de representaciones apocadas, resultan no sólo lejanos a la investigación y producción de conocimiento (de ahí la contradicción social, profesional y salarial entre maestro de escuela y profesor universitario) sino altamente dependientes de discursos preformateados respecto de su oficio, su contenido y las expectativas sociales sobre su quehaer.


Un acercamiento al salario de los maestros en la historia, desde Mileto hasta el moderno siglo XX, pasando por la baja edad media y la constitución formal de las escuelas, nos hace ver que esta extensión de la maternidad al aula escolar y la intercalación de los oficios (no las ciencias) en la actividad magisterial, opera como un factor clave para sostener la representación de la escuela como un escenario adaptativo que inicia, prepara o complementa otros procesos formativos secundarios (Marrou 2004; Rodríguez 2005), cuyo desarrollo final se cuece en la vida laboral productiva, en la temporalidad de la vida del trabajador (Dussel 1990, 149).

Así, contrario a los escenarios mercantiles en los que la tecnología, que no produce valor pero sí ahorra trabajo humano  (Dussel 1990, 157), ha impuesto nuevos estándares para la cualificación de la mano productiva (Parkin, Muñoz y Esquivel 2007, 213); la escuela presenta una alta dependencia de una fuerza de trabajo humana imposible de ser reemplazada por máquinas o computadores, por muy creciente y notoria que resulte su incorporación como instrumentos técnicos al servicio de la docencia y del aprendizaje. 

Por ello, perturba de manera generalizada - excepto a los ministros de la hacienda pública-, que los maestros ganen poco, sujetos al cálculo racional de su costo frente a la necesaria proporción de su número (Benavidez 2004, 16). Sin embargo, aparte de una cómoda muletilla, este asunto no parece importunar a los decisores políticos incluso cuando proponen emular los sistemas educativos de más altos logros que, para alcanzarlo, superaron desde el inicio las tensiones básicas asociadas al reconocimiento salarial real y a los criterios profesionales de ingreso a la carrera docente; bien conscientes como están de que los maestros no venden ni fabrican ni producen bienes materiales, pese a que sin su trabajo no hay elevación del PIB en ninguna nación (Sevilla 2004).  

El maestro es, en términos de la economía del capital, un instrumento de trabajo que no produce bienes materiales, sino simbólicos; es decir, aquellos que no incrementan las cuentas ni sirven para rentabilizar. Por eso miden su trabajo en términos de costos y no de beneficios pues de suyo no contribuyen a elevar la tasa de ganancia de los capitalistas. Bajo este pensamiento, desde Mileto hasta hoy, a los maestros se les paga poco, porque sonreír y acariciar no cuesta.

De hecho, Adam Smith, orientando su teoría del valor sobre la base del coste de producción, insiste en el mismo argumento: pagar poco a los maestros; es más, pagar nada y hacerles dependientes de la renta causada por el oficio mismo ¡para hacer que los maestros se ganen su pan!

Si la renta de los maestros consiste en gran parte en lo que sus discípulos acostumbran pagarles: el profesor se ve en mayor o menor necesidad de aplicarse, respecto a que su bienestar depende de su reputación, y de la estimación, inclinación y cariño de sus discípulos, los cuales no pueden tenerle estimación sino haciéndose él acreedor por el exacto cumplimiento de sus obligaciones. En otras universidades la dotación que tiene prohíbe al maestro que reciba cosa alguna de sus discípulos, y la señalada compone toda la renta de su plaza. Entonces su interés se opone diametralmente a su obligación; porque tomando la palabra interés en el sentido vulgar, todo hombre lo tiene en incomodarse lo menos que pueda, estando seguro de sacar el mismo partido desempeñando o no un encargo de mucha incomodidad y trabajo; su interés es abandonarlo enteramente, o si tiene un superior que no se lo permita , cumplir a lo menos con indiferencia y abandono; y si es por casualidad activo y amante del trabajo, por su propio interés aplicará esta actividad á cosas que le proporcionen más ventajas que las que le da el cumplimiento de su obligación. (Condorcet 1792, 251)

Hoy, a regañadientes, el estado emplea y paga a los maestros del sector público, al tiempo que sostiene y fomenta la actividad lucrativa privada en el ámbito educativo, sin que termine por reconocer esta labor como una actividad profesional. De ahí que hacer a los maestros ganapanes; esto es, que su salario final sea incluso inferior al salario de ingreso de una auxiliar administrativa en ciertas empresas públicas, se corresponde con tal lectura residual de quien, heredero de un oficio artístico, no ejercita una profesión que demande mayores exigencias académicas, epistémicas o científicas. De hecho, bajo teorías débiles de la selección del recurs humano, que defienden el argumento de que el nivel educativo poco o nada incide en la productividad (Fermoso y Fermoso 1997, 149-150), tal situación no es anodina sino que expresa la valoración social y empresarial asignada a la labor que se realiza. Dicho de otro modo, un país que paga más a las secretarias que a los maestros lo hace porque considera que aquellas son técnicamente más productivas que estos, independientemente de sus responsabilidades sociales y políticas.

Finalizado un nuevo paro magisterial en Colombia para solicitar lo básico y recibirlo, precariamente de nuevo, muchos otros temas quedan sin que hayan sido discutidos ampliamente. No sólo los relacionados con la urgencia de su profesionalización y retribución salarial, aún pendientes; sino los de la cantidad de estudiantes por aula de clase, el número de horas efectivas en las que deben realizar su oficio, las asignaciones complementarias que les sobreabundan, a fuerza de no contar con personal asistencial, supernumerario y de apoyo en las aulas y en las instituciones educativas, la tacañería en la distribución de su jornada laboral, entre otros. Queda igualmente en el tapete la discusión por el contenido funcional de la educación pública, el cual no puede reducirse a mantener a niños y jóvenes en las aulas, asignarles tareas y expedir en consecuencia certificados y títulos. ¿Sirve de algo seguir proveyendo a la sociedad un número crecido de promovidos y graduados cuyo único bien portable sea un cartón que les acredita como bachilleres? ¿Acaso el papel de la escuela pública ha de ser el de cuidadores de niños o sustentar la moratoria juvenil prelaboral?

Del mismo resorte, la calidad de las infraestructuras y las condiciones materiales en las que se realiza el trabajo docente no sólo representan una patética evidencia del desinterés por contar con mejores sistemas educativos en América del Sur y en Colombia sino además reflejan la manifiesta indolencia de las sociedades nacionales por equiparar las condiciones de bienestar entre quienes asisten a escuelas públicas y privadas. De hecho, la negativa a ampliar a tres los años de educación preescolar en el sistema público educativo constituye un claro efecto de la institucionalización de la desigualdad a la que la escuela pública se ve sometida, producto de la actuación ventajosa de decisores políticos provenientes de la escuela privada; quienes, sin reato alguno, someten a las instituciones educativas públicas a la fragmentación presupuestal y la atención de prioridades a cuenta gotas bajo el pretexto extensamente socorrido de la inexistencia de recursos. Resulta curioso observar las continuas confrontaciones por el equilibrio presupuestal de las instituciones en el sistema educativo público, de modo que. mientras se eleva el presupuesto público para educación, se contrata con universidades privadas el funcionamiento de costosos programas, se entrega al interés particular un significativo número de instituciones públicas concesionadas para la cobertura educativa básica y media y se masifica hasta una medida antitécnica e indecorosa el número de estudiantes en las aulas públicas.

En igual sentido, para profesionalizar la docencia es preciso romper con la idea manida de que a la educación se dedican personas de baja condición social, precariamente formados y aspirantes eventuales o antojadizos a programas magisteriales. Aunque la mayoría de los maestros provengamos de modestas familias y entornos socioeconómicos pauperizados (Navarro 2002; Carnoy 2006), nada justifica que se perpetúen estándares de admisión a los programas universitarios para maestros tan bajos que parezcan seductores para quienes menos se han esmerado en su formación básica y media, pues tal ecuación reproduce y contribuye a afianzar un imaginario social precarizado y perverso según el cual a la docencia se dedican personas cuyo nivel de incompetencia se da por descontado.

Tampoco puede ser que, bajo una nueva racionalidad, en la que todos ponen y se empeñan en hacer lo que les corresponde, a los maestros se les incremente su ingreso sin que estos garanticen la calidad de su trabajo. Los maestros tienen, evidentemente, el deber de saber y no puede sostenerse que constituya un privilegio la potestad de enseñar ni una suerte mágica el aprender. Si la docencia es una actividad experta, asegurar para todos los escolares el éxito en sus aprendizajes y la firmeza de los resultados esperables debe ser una consigna para el magisterio de los nuevos tiempos. Con ello, desnaturalizar las rutinas educativas, innovar conscientemente en sus metodologías, reeditar experiencias probadamente exitosas en contextos similares, observar a sus mejores pares, aprender de quienes proveen a la escuela experiencias seductoras emocional y académicamente, investigar el aula para dotarla de sentido, entre otras, constituyen acciones de mejoramiento necesarias y urgentes para que el magisterio asuma el carácter provocativo de su profesión; mucho más allá de entenderla como una tarea de apostolado o vocacionalidad.

Más aún;  no puede sostenerse un modelo de calidad educativa sobre la base de una racionalidad económica en la que el gobierno desee cosechar lo que nunca ha sembrado. Hasta hoy han sido los maestros quienes por su propio mérito y en desgaste de su menguado peculio han sufragado los costos de hacerse licenciado, especialista, magister o doctor para ascender en los  escalafones vigentes, sin que reciban por ello una significativa retribución o reconocimiento. De hecho, someter a los nuevos docentes al escarnio de ser evaluados con posterioridad a la obtención de un título de maestría o doctorado no solo resulta excesivo sino denigratorio de los títulos a los que logran acceder, asunto que debería haber concitado, por lo menos, la solidaridad de sus maestros universitarios y la indignada protesta de las facultades e instituciones titulantes. 

Si, al tiempo que se exige calidad y mejoramiento se constriñe su salario, entonces se debe garantizar que los maestros puedan acceder a fuentes de financiación estatal o privada de estudios de profundización y posgraduados, de modo que por esta vía se logre una retribución eficaz que aporte sustancialmente a los propósitos de elevación de la calidad educativa. Esto tiene que convertirse en una apuesta nacional por un sistema público educativo consistente y no antojadizo ni sujeto al capricho de un ministerio o un gobierno específico.

De ahí también que las Facultades de Educación deban preocuparse no sólo por la calidad de sus programas de formación magisterial para licenciados y otros profesionales interesados en la docencia; sino además por los sistemas de aseguramiento de la calidad en sus egresados; tarea que igualmente debería ocupar al Ministerio de Educación, en cuanto de ello depende en buena medida que se garanticen las condiciones técnicas, académicas y epistémicas para que los profesionales de la educación sepan lo que tienen que saber y hagan lo que tienen que hacer en los diferentes niveles a los que se aplique su quehacer. Fomentar mejores programas de formación docente (Eurydice 2004), al tiempo que se garantizan mejores condiciones para su desempeño profesional atraería a un número significativo de aspirantes a hacerse de saberes expertos aplicables en una labor altamente rentable para ellos y para la sociedad en la que aspiran a ser reconocidos por su salario relativo, por la calidad de sus aprendizajes y por el prestigio de su profesión en un mercado laboral en la que la misma resulte competitiva (Carnoy 2006).

Profesionalizar la docencia implica, entonces, superar la recortada visión de que el salario constituye una reivindicación sindical. Un proyecto público educativo, hoy inexistente, debe partir por entender que a los maestros dedicados a su labor en la escuela pública hay que pagarles bien porque su oficio constituye un asunto de seguridad nacional y bienestar colectivo que requiere el perfilamiento de un magisterio robustecido por una política educativa de alta inversión pública, promoción de su cualificación y solvencia intelectual y garantías para su desempeño ocupacional con pertinencia, para que el país cuente con generaciones de nuevos ciudadanos cualificados en artes, saberes y prácticas que abran sus expectativas y posibilidades para actuar y relacionarse exitosamente en diferentes entornos sociales, no sólo en el de los mercados productivos.

Lo demás son discursos vacuos.

Trabajos citados

Arboleda, José Rafael. «Nuevas investigaciones afro-colombianas.» Revista Javeriana 37, nº 183 (1952): 197-206.
Benavidez, Martín. Informe de progreso educativo Perú (1993-2003). PREAL, 2004.
Carnoy, Martin. Economía de la educación. UOC, 2006.
Condorcet, Nicolas de Caritat Marques de. Compendio de la obra inglesa intitulada Riqueza de las naciones. Imprenta Real (Ebook), 1792.
Dussel, Enrique. El último Marx (1863-1882) y la liberación latinoamericana: un comentario a la tercera y a la cuarta redacción de "El capital". Siglo XXI, 1990.
Eurydice. La profesión docente en Europa: Perfil, tendencias y problemática. Dirección General de Educación y Cultura de la Comisión Europea: Eurydice, 2004.
Fermoso, Paciano, y Javier Fermoso. Manual de economía de la educación. Narcea editores, 1997.
Marrou, Henry-Irenee. Historia de la educación en la Antigüedad. Akal, 2004.
Navarro, Juan Carlos. ¿Quiénes son los maestros?: carreras e incentivos docentes en América Latina. Banco Interamericano de Desarrollo, 2002.
Parkin, Michael, Mercedes Muñoz, y Gerardo Esquivel. Macroeconomía: versión para latinoamérica. Pearson, 2007.
Rodríguez, María José Sánchez. «La formación de la maestra. un recorrido histórico a través de la legislación educativa española (Siglos XIII-XIX).» Revista electrónica de Estudios Filológicos. Número 9 de Junio de 2005.
Sevilla, Carmen Selva. El capital humano y su contribución al crecimiento económico. monografías, 2004.

2 comentarios:

  1. Buen artículo, bien argumentado, claro en la prosa, buena documentación, pero creo que sobró la ultima frase "Lo demás son discursos vacuos."

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    1. Agradezco tu comentario, Leonardo.
      Esa frase pretende reforzar el sentido de los últimos seis párrafos del escrito. En todo caso, gracias por tu sugerencia.

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CuestionP Aportes para una teorìa polìtica de la afrodescendencia por Arleison Arcos Rivas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 2.5 Colombia.

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