Un conflicto armado prolongado y
desregularizado como el colombiano, cuya estela de casi seis décadas ha
terminado por naturalizar la guerra y consolidar la idea de un país históricamente
violento tiene tanto enemigos como defensores, según hemos visto esta semana.
Lo curioso es que, mientras se intenta desmontarlo, unos y otros persisten en leer
las dinámicas del posible posconflicto desde las tradiciones prácticas y
discursivas de la guerra preexistente antes de las negociaciones en la Habana,
imposibilitando el cuadre de un nuevo escenario en el que la paz se constituya
en la posibilidad real y manifiesta de dejar atrás, por fin, la barbarie bélica
y sus cifras perversas; con las cuales la guerra ha logrado instalarse en la única imagen de nuestras realidades. En buena medida las reacciones, espontáneas y acaloradas
las de la muchedumbre ofendida; calculadas y oportunistas las de ciertos
instigadores bélicos, chocan con la pavorosa opacidad de quienes, animados por
alientos conciliatorios, no logran convencer a un país miope y beligerante, preparado
sistemáticamente para leer los avatares de la política con los espejuelos del
desangre.
El que a la multitud le parezca
imposible sostener diálogos de paz en la Habana mientras se sigue incrementando
el número de muertos en el territorio nacional no deja de sorprender; máxime
cuando han sido el gobierno nacional y buena parte de los opinadores públicos quienes
han proseguido en su insistencia de sostener el conflicto como estrategia de
presión a las FARC. De ahí que el maniqueismo medíatico resulte eficaz para hacer
creer que el gobierno de Uribe estaba ganando la guerra mientras el de Santos
nos lleva al despeñadero entre cantos de sirena, obviando el hecho de que una y
otra administración son tan sólo las expresiones de lecturas antitéticas del
histórico control y copamiento de los espacios territoriales e institucionales del
poder y de la economía en un país repartido entre gamonales, terratenientes e
industriales sin reparo alguno en sostener ejércitos legales o ilegales, según
convenga a sus intereses y a los de sus socios cosmopolitas.
En ese país, en el que los
muertos se cuentan con cifras de cinco ceros, diez soldados vienen a ser tan
sólo la pelota más reciente con la que las élites alimentan el pavoroso
espectáculo de la guerra convertida en juego mediático. El manoseo informativo,
profusamente ilustrado incluso con las macabras fotografías de cuerpos
acribillados, hace olvidar que la insistencia en la guerra produce dos tipos de
ingreso: el de los muertos a la morgue y el de los pesos a las cuentas de
quienes con muertos acumulan sus riquezas. Mientras tanto, los más ganan nada y loe menos lo reciben todo.
De ahí que sea necesario
plantearse la pregunta por el orden de prioridades en este momento del
conflicto, de la negociación y del país, sin dejarse distraer por un suceso lamentable, doloroso y calculado de lado y lado.
Quienes le apostamos a la
posguerra en Colombia lo hacemos porque entendemos que un conflicto armado
prolongado ha producido “ordenes violentos” en los que la guerra es tan buen negocio
que se pueden sostener sobre sus espaldas un cúmulo de desigualdades tan
manifiestas como invisibles, gracias a su prolongación. No sólo porque
públicamente han expresado antes aquello de “el país va mal pero la economía va
bien”, sino porque ahora advierten con certeza que, ante la posibilidad de desvertebrar
la guerra, quedarían desarmadas sus estrategias de contención violenta de
cualquier otro tipo de conflicto, persistentemente instaladas tras procesos de
desplazamiento y desarraigo, apropiación territorial, concentración productiva
y extracción extensiva y exclusivista, cuyo nivel de concentración de beneficios resulta palmario
al medirlo con cualquiera de los indicadores de desarrollo humano y de reparto de
riquezas.
Quienes le apostamos a la
posguerra, deberíamos insistir igualmente en que el sostenimiento hasta feliz
término de las negociaciones en la Habana no puede prolongarse indefinidamente.
Es claro que las FARC han jugado a promover lecturas de largo aliento tras la
conflictividad bélica en Colombia y no se equivocan en hacerlo. Las pildoritas
de arribismo que de vez en cuando se le escapan a hijos e hijas de la
oligarquía nacional, como Paloma Valencia, son apenas vocecitas díscolas de una
férrea inamovilidad en la dinámica de apropiación productiva nacional sostenida a bala,
desapariciones y destierro. Sin embargo, el momento actual reclama de esta
guerrilla su contribución para que el país, sin la distorsión producida por las
armas de todos los ejércitos sobre su territorio, se enfile a batallar contra
quienes chupan sus ricas venas mientras condenan a la desgracia famélica a los
más, a los que escasamente siguen siendo propietarios de sus manos.
Es por hechos como los de esta semana que las FARC deben entender que firmar
la paz es el mejor aporte que pueden hacer para destruir los espejuelos de la
guerra y sus abalorios distractores.
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