sábado, 18 de abril de 2015

Los espejuelos de la guerra


Un conflicto armado prolongado y desregularizado como el colombiano, cuya estela de casi seis décadas ha terminado por naturalizar la guerra y consolidar la idea de un país históricamente violento tiene tanto enemigos como defensores, según hemos visto esta semana. Lo curioso es que, mientras se intenta desmontarlo, unos y otros persisten en leer las dinámicas del posible posconflicto desde las tradiciones prácticas y discursivas de la guerra preexistente antes de las negociaciones en la Habana, imposibilitando el cuadre de un nuevo escenario en el que la paz se constituya en la posibilidad real y manifiesta de dejar atrás, por fin, la barbarie bélica y sus cifras perversas; con las cuales la guerra ha logrado instalarse en la única imagen de nuestras realidades. En buena medida las reacciones, espontáneas y acaloradas las de la muchedumbre ofendida; calculadas y oportunistas las de ciertos instigadores bélicos, chocan con la pavorosa opacidad de quienes, animados por alientos conciliatorios, no logran convencer a un país miope y beligerante, preparado sistemáticamente para leer los avatares de la política con los espejuelos del desangre.


El que a la multitud le parezca imposible sostener diálogos de paz en la Habana mientras se sigue incrementando el número de muertos en el territorio nacional no deja de sorprender; máxime cuando han sido el gobierno nacional y buena parte de los opinadores públicos quienes han proseguido en su insistencia de sostener el conflicto como estrategia de presión a las FARC. De ahí que el maniqueismo medíatico resulte eficaz para hacer creer que el gobierno de Uribe estaba ganando la guerra mientras el de Santos nos lleva al despeñadero entre cantos de sirena, obviando el hecho de que una y otra administración son tan sólo las expresiones de lecturas antitéticas del histórico control y copamiento de los espacios territoriales e institucionales del poder y de la economía en un país repartido entre gamonales, terratenientes e industriales sin reparo alguno en sostener ejércitos legales o ilegales, según convenga a sus intereses y a los de sus socios cosmopolitas.

En ese país, en el que los muertos se cuentan con cifras de cinco ceros, diez soldados vienen a ser tan sólo la pelota más reciente con la que las élites alimentan el pavoroso espectáculo de la guerra convertida en juego mediático. El manoseo informativo, profusamente ilustrado incluso con las macabras fotografías de cuerpos acribillados, hace olvidar que la insistencia en la guerra produce dos tipos de ingreso: el de los muertos a la morgue y el de los pesos a las cuentas de quienes con muertos acumulan sus riquezas. Mientras tanto, los más ganan nada y loe menos lo reciben todo.

De ahí que sea necesario plantearse la pregunta por el orden de prioridades en este momento del conflicto, de la negociación y del país, sin dejarse distraer por un suceso lamentable, doloroso y calculado de lado y lado.

Quienes le apostamos a la posguerra en Colombia lo hacemos porque entendemos que un conflicto armado prolongado ha producido “ordenes violentos” en los que la guerra es tan buen negocio que se pueden sostener sobre sus espaldas un cúmulo de desigualdades tan manifiestas como invisibles, gracias a su prolongación. No sólo porque públicamente han expresado antes aquello de “el país va mal pero la economía va bien”, sino porque ahora advierten con certeza que, ante la posibilidad de desvertebrar la guerra, quedarían desarmadas sus estrategias de contención violenta de cualquier otro tipo de conflicto, persistentemente instaladas tras procesos de desplazamiento y desarraigo, apropiación territorial, concentración productiva y extracción extensiva y exclusivista, cuyo nivel de concentración de beneficios resulta palmario al medirlo con cualquiera de los indicadores de desarrollo humano y de reparto de riquezas.

Quienes le apostamos a la posguerra, deberíamos insistir igualmente en que el sostenimiento hasta feliz término de las negociaciones en la Habana no puede prolongarse indefinidamente. Es claro que las FARC han jugado a promover lecturas de largo aliento tras la conflictividad bélica en Colombia y no se equivocan en hacerlo. Las pildoritas de arribismo que de vez en cuando se le escapan a hijos e hijas de la oligarquía nacional, como Paloma Valencia, son apenas vocecitas díscolas de una férrea inamovilidad en la dinámica de apropiación productiva nacional sostenida a bala, desapariciones y destierro. Sin embargo, el momento actual reclama de esta guerrilla su contribución para que el país, sin la distorsión producida por las armas de todos los ejércitos sobre su territorio, se enfile a batallar contra quienes chupan sus ricas venas mientras condenan a la desgracia famélica a los más, a los que escasamente siguen siendo propietarios de sus manos.


Es por hechos como los de esta semana que las FARC deben entender que firmar la paz es el mejor aporte que pueden hacer para destruir los espejuelos de la guerra y sus abalorios distractores.

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CuestionP Aportes para una teorìa polìtica de la afrodescendencia por Arleison Arcos Rivas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 2.5 Colombia.

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