(J. F. Restrepo 1821)
Presentación
La República de Colombia inicia su historia marcada aun por el peso de la esclavización y el establecimiento de patrones de diferenciación discriminatoria nacidos del estigma instalado en el entorno jurídico y político, en las relaciones sociales y en las formas productivas sostenidas a partir de tal institución, cuyo desmonte legal empieza en 1821 con la adopción de la ley de vientres que si bien, entre otras, se gesta aspirando a cumplir con los compromisos requeridos para acceder al empréstito de Inglaterra, se nutre del imaginario de libertad reclamado de tiempo atrás en acciones de hecho y de derecho por los afrodescendientes, para quienes “no hay hombres esclavos sino en los códigos; en la inhumanidad e insensibilidad de otros hombres libres. La naturaleza no podría permitir, ni mucho menos aprobar, uno de los más vergonzosos ultrajes” (José de Castro 1805, citado por Restrepo 2006, 295).
En la gestación republicana, si bien desde sus inicios se enfrentó el dilema de extinguir o transformar la esclavización, no se planteó igualmente su inmediata eliminación, pese a la promesa independentista de libertad y al impacto creciente de las continuas acciones rebeldes y de resistencia protagonizadas por africanos y sus descendientes en todo el territorio nacional, cuyas tradiciones libertarias se levantan al tiempo con el levantamiento de los cimientos de la institución opresora, en las condiciones precarias de quien se encuentra esclavizado; enfrentándola, condicionándola y delimitando sus fronteras mediante sostenidas estrategias de libertad y el mantenimiento de brotes bélicos y guerras cimarronas por la autogestión libertaria, así como por un cúmulo de acciones de socavamiento, contención y sabotaje con las que hacían frente a la dominación.
Aun hoy, muchas veces en la escuela se repite aquella máxima republicana según la cual es preciso que la nación forme hombres antes de hacerles ciudadanos, sin vincular tal idea a su origen: el debate por la libertad de los esclavizados en Colombia, con lo cual el sujeto de la discusión política se difumina y se homogeniza, sin más, como pueblo. En la tradición política nacional, si bien el pueblo ha sido pensado, dicho y decidido retóricamente a partir de las precomprensiones de elite (Wills 1998), las y los esclavizados han tenido que esperar a su incorporación en tal discursividad en fecha incluso posterior a la declaratoria oficial de su reconocimiento legal como ciudadanos, producida en 1851[2].
Dado que el reconocimiento legal de libertad no significó inmediatamente el disfrute efectivo de derechos civiles y políticos, limitados incluso para el común de los ciudadanos a la ilustración (leer y escribir) y a la tenencia de propiedades, resulta insostenible afirmar que, obtenida la libertad, los afrodescendientes accedían igualmente a la ciudadanía (Agudelo, Hoffman y Rivas 1999, 10); pues la elite nacional no incorporó en su discurso ni en su proyecto republicano alguna concepción virtuosa o cívica en el desesclavizado, al cual no se veía como un sujeto político dotado de laboriosidad, honestidad y fragor nacionalista (Uribe y López 2006) sino como la suma monstruosa de todos los males de la nueva sociedad, de quienes incluso se afirmaba su nula participación en la causa independentista y su aporte negativo al futuro republicano al investirse de la africanidad pervertida, a la que se renunciaba en el proyecto republicano en defensa de la hispanidad virtuosa que se reclamaba.
Tal imaginario, soportado por las ideas del destino providente, cuando no por las de superioridad, aparece incluso en los críticos de las posturas de élite, quienes no logran desprenderse de tal imagoloquía al afirmar que en el país “los grupos superiores, antes que ser los conductores de una empresa civilizadora, han centrado sus mayores energías vitales en afirmar su distinción radical en relación con unas masas profundamente despreciadas, que ayer eran las castas de la tierra y hoy componen el populacho. Su predominio social ha consistido menos en una función directiva, según ciertos valores, que en la prueba de una diferencia humana, definida incluso muchas veces en términos raciales” (Arrubla Yepes 1991, 1)
En este escrito, a partir de la significación política del proceso de manumisión legal prolongado por tres décadas, se evalúa su impacto deficitario en la articulación de la ciudadanía afrodescendiente y se reivindican las claves del cimarronismo como tradición libertaria estratégica y significativa para la gestación de un pensamiento político autogestionario de la afrodescendencia.
La ciudadanía de la hispanidad virtuosa
En el nuevo contexto desregulado y de apertura liberal que sorprende a España a inicios del siglo XIX, producto del secuestro de su rey en manos francesas[3], las élites neogranadinas hallaron fácilmente una ideología que pudiera darles protagonismo y capacidad de negociación en el proceso de articulación de la nacionalidad española, hacia 1810, cuando se llevan a cabo los debates constitucionales de Cádiz; al tiempo en que se sucederán los acontecimientos gestacionales de la independencia en los países de América (GUERRA 1995).
En dicha asamblea peninsular y de ultramar, convocada de manera soberana sin presencia del rey, se inicia la desestructuración del entramado colonial del mundo iberoamericano. Al tiempo que se reconocía representación política a los territorios americanos como parte de la hispanidad, se adelantó una interesante discusión respecto de la nacionalidad, que ahijó a los ibéricos, a los criollos de españoles, a los indígenas incluso, y a quienes en España y América pudieran acreditar un origen no africano. Con esta evidencia tres afirmaciones resultan posibles: En Cádiz se gestó la disolución del imperio español, nació la americanidad ibérica y se selló el ocultamiento de la afrodescendencia; la cual no nacerá allí, pues el espíritu que animaba a la empoderada élite de las naciones americanas suponía “deshacerse de sus maestros, pero no de sus sirvientes” por lo cual “lucharon por mantener a negros, indios y mulatos a distancia, conservando marcadas diferencias sociales”; preocupados como estaban “más por fortalecer sus negocios que por darle autonomía a las naciones americanas”, aupados por el afán de “descolonizar sus intereses comerciales y al mismo tiempo mantener los valores europeos de supremacía blanca” (Nieto Olarte 2006, 272).
El peso de la esclavización expulsará de la hispanidad y de las nacientes nacionalidades americanas a quienes porten signos de ascendencia que vinculen a África, no sólo en los debates constitucionales sino igualmente en las prácticas sociales y políticas en América que acompañarán los debates posteriores a las Cortes de Cádiz, con defensores y contradictores tanto de la institución esclavista como de la dignidad y humanidad de los Africanos y sus descendientes. Ya en Francia, durante la Constituyente de 1791, Malouet y Moreau de Saint Méry contra Robespierre figuran enfrentados por el asunto de la libertad y la esclavización en las colonias francesas:
“Desde el momento en que, en uno de vuestros decretos, hayáis pronunciado la palabra esclavo, habréis pronunciado vuestro propio deshonor y el derrocamiento de vuestra constitución (…) alegáis sin cesar a los derechos del hombre, los principios de la libertad; pero vosotros creéis poco en ellos ya que habéis decretado constitucionalmente la esclavitud (…) perezcan vuestras colonias si las conserváis a ese precio” (Robespierre 2005, 86-87).
En Cádiz se vivirá un proceso semejante, cuyo resultado será igualmente desastroso para las pretensiones libertarias anticolonialistas y antiesclavistas. Cádiz expresa el imaginario de hispanidad en el que, de manera contradictoria, se reclama la ciudadanía de los españoles pero se la niega a aquellos que, habiendo nacido de africanos o de su descendencia, cargan sobre sí el estigma de la racialización de los patrones de sociabilidad coloniales y el blanqueamiento de las culturas hispánica y americanas.
Esta asamblea gubernativa permitió que por primera vez diputados criollos venidos de los Virreinatos y Capitanías de los territorios de ultramar se encontraran con sus pares peninsulares como representantes de América; cuya idea y significación apenas se barruntará a consecuencia de esta concurrencia. El Continente de habla hispana ganará un sentido plural al ser reconocidos sus delegados como “Los Diputados de América”, cuyas voces se volverán un coro a medida que avanzan las conversaciones. La Constitución Española de 1812 gestada en Cádiz, “en el nombre de Dios todopoderoso, (…) autor y supremo legislador de la sociedad”, reconocerá como españoles en su artículo 5º a “todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de estos”, a los extranjeros naturalizados, a los residentes con diez años de vecindad y “a los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas” (Cadiz 1820).
En el proceso de Cádiz, los criollos americanos advertirán que su posición y su causa con respecto a los grupos económicos peninsulares podrían sucumbir a menos que hallaran la fórmula para aventajarles. Las revueltas de 1810 en Cartagena y en varias provincias de América, darán a los diputados un mayor nivel de interlocución, al dar soporte a sus amenazas de retirarse de las discusiones ibéricas (Suarez 2002, 82). Un poco más adelante, en la consolidación constitucional del antiesclavismo resulta significativa la presión ejercida por Inglaterra, una vez se pacta la paz con la corona española en 1817, pese a que en el contexto de la guerra de reconquista el negocio esclavista no decayó. Sintomáticamente, pese a su participación a lo largo de dos siglos en la maduración del negocio naviero esclavizado, Inglaterra promueve la repatriación a sierra Leona de significativas cantidades de afrodescendientes y presiona para alcanzar acuerdos políticos que contengan inicialmente el transporte y luego la extinción de la esclavización, en buena medida gracias al peso de sus empréstitos para la financiación del déficit fiscal tras una guerra que dejó vacías las arcas de las nacientes repúblicas; empréstitos que, sin embargo, no significaron la instalación de medidas de reparación ni restitución ni traslado de beneficios a las y los afrodescendientes esclavizados o aun a quienes fuesen libertos.
Tradiciones libertarias y ciudadanía étnica
La ciudadanía afrodescendiente no nace inicialmente en la ley, sino en la sujeción a un principio mayor a esta: el derecho que justifica la sociedad esclavista niega la libertad, por lo cual debe ser negado tal derecho y tal sociedad. Tanto del Caribe como del Pacífico, las y los africanos, así como muchos de sus hijos e hijas que nacieron bajo el sello ignominioso de la esclavización, se hicieron a la conquista de su libertad en un entorno ecológico que favorecía la restitución de saberes, prácticas y concepciones volcadas sobre la vitalidad irrenunciable de África restituida en América con sus acciones insumisas (Tardieu 2009, 51-71).
La historia de la libertad en América, debe entonces reescribirse a partir de la impronta primigenia e imborrable escrita por las y los afrodescendientes, cuyo espíritu libertario no ha sido doblegado luego de cinco siglos de tratos incruentos, vejaminosos y discriminatorios, cohonestados con la anuencia de la corona ayer como por la pasividad de las administraciones nacionales hoy; productores de una ciudadanía tutelada marcada por las constantes del destierro (Cruz Rodríguez 2008, 67), productora de imaginarios abyectos y acciones insurrectas de las que participan igualmente los indígenas (Tardieu 2009, 64), con quienes el hecho de ser víctimas une más que cualquier otro sentimiento. Por ello, cuando se propone, por ejemplo a escolares, pensar en la esclavización, resulta sorprendente advertir que muchos suponen que durante tres siglos las y los africanos y sus descendientes simplemente se amoldaron a esta institución opresora y la soportaron pasivamente. Incluso tal idea aparecen algunos libros en los que se lee que el proceso de esclavización “dio como resultado un primer momento fuerte de ruptura en las relaciones internas entre las sociedades africanas, que, si bien, como hemos dicho, conocían ya la institución esclavista, comenzaban a ‘adaptarse’ a la demanda creciente de la trata negrera occidental” (Garavaglia y Marchena 2005, 250).
Contra tal tontería, las múltiples y diversas evidencias que recogen las experiencias de desencadenamiento en África, así como a lo largo y ancho de América registran el carácter transgresor de la actitud cimarrona. En este trabajo, por lo pronto, se revisan algunos elementos del discurso libertario, a partir de la adopción del marco legal abolicionista en Colombia y sus implicaciones en la reconstrucción del cimarronismo como insumo fundamental para una teoría política de la afrodescendenica.
Llegada la república, las acciones emancipatorias emprendidas por afrodescendientes en procura de su libertad no cesaron; conscientes los afrodescendientes de que su vinculación a la causa independentista, si bien no había sido del todo traicionada, continuaba la esclavización de padres y madres, al tiempo que morigeraba la libertad de los hijos nacidos bajo el amparo de la ley de vientres. Incluso antes, aun bajo la hegemonía española y apenas anunciado el siglo XIX, aparecen causas judiciales en las que los esclavizados y sus amanuenses dejan sentir su voz contra tan oprobiosa institución, gestando lecturas autogestionarias de la libertad que evidencian el alcance e impacto de las ideas libertarias en la transformación de la institución esclavista (Restrepo 2006).
El recurso a la ley como instrumento de restitución de derechos, si bien no recompone los imaginarios de libertad e igualdad para extenderlos al esclavizado, se convierte en una ventana con la cual se limita el carácter oprobioso que considera como condición lo que no resultaba sino una convención o ideación: el trato inhumano de seres que se reconocían como humanos sobre la humanidad negada de otros seres humanos a los que se reconocía como animales o cosas.
Aun cuando se levantan los resortes coloniales de tal práctica, se produce una situación bipolar por la que “en Colombia se promulgó la libertad, se luchó por la libertad, se estableció constitucionalmente la libertad, pero no todos fueron libres” (Blanco 2010, 54); condenando a grupos humanos a portar sobre sí las secuelas de la esclavización y exculpando a otros de tal padecimiento.
En igual sentido, el peso de las Juntas de Manumisión decididas con la ley del 21 de julio de 1821 que decretó la libertad a cuenta gotas, en el vientre de las madres esclavizadas, pone de presente las ambigüedades en la articulación del proceso de la república colombiana: mientras por un lado el Estado se mostraba celoso con los registros del proceso de manumisión y eficiente en la compensación a los antiguos esclavistas hasta el límite de sus recursos, por el otro reculaba al sostener el modelo de esclavización y legislar en defensa de los intereses de los esclavistas, muchos de los cuales componían el Congreso y defendían en ese escenario intereses económicos nacidos de su apropiación del trabajo minero y agrícola de las y los esclavizados.
Sin embargo, el desmonte de este sistema de opresión era requerido por los esclavizados que acudían a los escasos instrumentos legales para producir costosas autoliberaciones, tanto como presionaban violentamente en defensa de su libertad y la garantía de su inclusión en la realización de los postulados libertarios bolivarianos, gestando brotes insurgentes y repúblicas de macheteros en el sur tanto como en la costa Caribe colombiana (Lasso (b) 2003) y (Osorio Garcia y De la Calle 1992).
Con anterioridad a la ley, aparte de las continuas y reiteradas acciones de cimarronaje con las que se sumaban ya dos siglos de conquista libertaria (Guerrero 2007), los procesos de manumisión resultaban relativamente frecuentes en el país aunque no numerosos (Diaz Díaz); en buena medida, producto del nacimiento por fuera del matrimonio de hijos que no eran reconocidos, dadas las inflexibles normas de moralidad y limpieza de sangre implementadas durante el ciclo de explotación colonial esclavista en América. De igual manera, actitudes de benevolencia, compasión y hasta gratitud llevaban a algunas y algunos criollos a conceder la libertad a quienes esclavizaban. Finalmente, con el producto diligentemente acumulado con su trabajo redoblado o en días de asueto, africanos y afrodescendientes se autoliberaban, o a sus familias, pagando al esclavista una gruesa suma de dinero a cambio; acto a partir del cual se declaraba su reconocimiento social y jurídico de liberto: “desde este momento, y de ahí en adelante y para siempre, sea libre y horra. Puede ir donde quiera, tratar, contratar, otorgar su testamento, mandar y dejar sus bienes a quien le fuese su voluntad, y todos los demás actos que hacen y pueden hacer las personas libres, como si lo fuera desde su nacimiento” (Romero 2005, 129).
La autoliberación, cuyo impacto no ha sido rastreado significativamente hasta hoy, pudo constituir uno de los más socorridos métodos emancipatorios y de resistencia a la esclavización, en la medida en que permitía utilizar el producto de los ahorros hechos a fuerza de duplicar jornadas y trabajar de seguido en días de descanso (práctica aun presente en territorios mayoritariamente afrodescendientes mineros y agrícolas, como en el corte de caña) para restituir el precio de la libertad de sí mismo o, habitualmente, de las hijas, esposas, hijos y otros familiares, fijada por el esclavista a alto costo. Así, por ejemplo “en el Chocó los campos auríferos, sin embargo, daban la oportunidad a los esclavos de acceder al dinero mediante la realización de trabajo extraordinario y así reunir los fondos para comprar no solamente provisiones extras, sino también su libertad” (Sharp 1993, 406).
Del mismo modo, el cimarronaje, sostenido incluso desde el siglo XVI a lo largo y ancho del territorio que configuraría a Colombia, se había convertido en fuente de temor por parte de los hacendados y propietarios de minas, quienes veían cómo disminuía considerablemente el número de sus esclavizados, mucho más durante el proceso independentista en el que, pese a que muchos permanecieron bajo el sometimiento esclavizado, otros se hacían a la conquista de su libertad mediante su incorporación a los ejércitos en contienda (de uno y otro lado hasta cuando resultó claro que España era un enemigo común), o cimarroneaban gestando en nuevos territorios condiciones para la vida en libertad, al margen del proceso de dominación colonial.
Excepto por el peso creciente del cimarronaje, el arrochelamiento y el apalencamiento, incrementados significativamente en el contexto de la década de acciones autonómicas e independentistas iniciada en 1810, las prácticas tradicionales de manumisión y autoliberación no ponían en riesgo el sostenimiento de la sociedad esclavista, en la medida en que resultaban pocas tales experiencias, comparadas con el sometimiento forzoso de amplias capas poblacionales esclavizadas.
Contrario a los Estados Unidos, en donde en 1850 se aprobaba una perversa ley contra el esclavizado que emprendía eficazmente la fuga contra tal institución por la cual las autoridades judiciales, negando todo derecho distinto al de propiedad, ordenaban la restitución de la esclavización ante la sola presentación de quien jurara ser el esclavista, en Colombia se liberó al Estado de los costos judiciales de tal medida promoviendo la compensación económica al reclamante. La ley de 1851.
Libertad sin garantías
Entre avances y retrocesos toma forma un procedimiento de gestión pública de los conflictos étnicos sobre el que aun hoy se sostiene la práctica institucional de inclusión sin garantías para los afrodescendientes en la vida nacional.
De hecho, en el frustrado proyecto de Cartagena en 1812 y luego en el estado de Antioquia en 1814 vigente por dos años hasta la reconquista española, se instalaron herramientas institucionales con las que empezó a alimentarse la juridicidad de la acción emancipatoria desde el parto, tal como se concebía a partir de la “ley sobre la manumisión de la posteridad de los esclavos africanos y sobre los medios de redimir sucesivamente a sus padres, extendida y propuesta para su sanción a la Cámara de Representantes del Pueblo, por el Excelentísimo Dictador Ciudadano Juan B. del Corral” (Archivo General de la Nación 1814).
El espíritu que anima esa acción jurídica no es, sin embargo, el mismo que animó la gesta independentista. De hecho, del Corral afirma que el propósito de la regeneración política libertaria posterior a la caída inicial del poderío opresor español “no fue desde luego con otro objeto que con el de hacerlos (a los pueblos de América) mas virtuosos, más justos y más dignos de volver a ejercitar sus derechos primitivos”. Aquí, pueblos de América es un sinónimo para designar a los criollos nacidos de españoles y no al conjunto de los americanos pues, en particular los esclavizados africanos y sus descendientes resultan siendo “objeto de la ternura y compasión del gobierno”, pese a que “la beneficencia de un gobierno justo y equitativo” tenga la intención de “mejorar su suerte, sacarla de tan funesto estado y colocarla en la clase de ciudadanos, y restablecer en lo posible el equilibrio de condiciones”.
Siete años después, desterrados los españoles e instalada la república en boca de los 57 constituyentes de Cúcuta, la ley de vientres configura el cara y sello de liberalización y conservadurismo en el proceso invencional de las instituciones nacionales, marcado por los cantos de libertad animados con la sangre y el fuego de las batallas contra España, tanto como por la centralidad de la propiedad defendida a ultranza, incluso contra el reconocimiento humano del esclavizado; con lo que el proceso de esclavización, y en especial bajo la concesión de la libertad al nacer, resultaba constitucionalmente sostenible, pese a que contradijera los postulados libertarios que animaron la década insurreccional colombiana.
El desmonte del impacto societal de tal aparato ni la restitución de la dignidad fue calculado en las consideraciones de ley, como sí estuvo incluida la restitución de valores de propiedad con las que el Estado compensaba al esclavista por las pérdidas ocasionadas por los que ahora liberaba. Por ello, resulta incoherente que con la ley se haya pretendido plantearse la juridicidad de la emancipación como una técnica de inclusión futura, de espaldas a las evidencias de dominación articuladas a lo largo de los siglos precedentes, en los que “esclavización y exterminio implicaron la elaboración de un complejo aparato represivo basado en el más embrutecedor racismo, la mitificación del pasado, el menosprecio por la cultura de los demás, la total incapacidad para entender el funcionamiento de sociedades distintas y, por supuesto, la violencia física e ideológica” (Izard 1994, 180).
Precisamente, al revisar las reformas que los sectores conservadores logran que fuesen promulgadas en 1825 y 1839, se advierte no solo la mezquindad de quienes querían perpetuar la institución criminal de la apropiación de seres humanos sino además el carácter mercantil y rentístico de las medidas implementadas: mientras el Estado o los mismos interesados pudieran pagar el valor de la mercancía, el país podría incrementar la velocidad de las reformas al ritmo que quisiera, como quedó finalmente comprobado en 1851.
Sin embargo, no es desdeñable el decrecimiento del número de esclavizados y, su contrapartida en el número de libertos, autoliberados y manumitidos que se sumarán al de aquellas y aquellos nacidos en libertad a lo largo de las tres décadas de la moratoria emancipada, con lo que se evidenciaba el decaimiento de la tradición esclavista: “los datos revelan cómo la importancia relativa de la población esclava era cada vez menor. Posiblemente en ello tuvo que ver la disminución de la oferta de esclavos africanos que había fortalecido los mercados de negros criollos” (Tovar y Tovar 2009, 74).
A falta de políticas de inclusión centradas en la dación de tierras, en la certificación de títulos mineros o en el reconocimiento de territorios históricamente habitados, la emancipación legal estimuló el surgimiento de un creciente proletariado afrodescendiente bajo servidumbre (producto de la ley de partos y del contrato de aprendizaje), y de una masa de asalariados pagados a precios de hambre en la ciudad, en las haciendas y en las minas, en buena medida producto del estigma sostenido por su pigmentación y su pasado esclavizado.
Pese a las reformas legales decididas sobre la extensión del plazo para el reconocimiento emancipado bajo supuestos de ilustración y cualificación con el aprendizaje de un oficio, socialmente no variaban las condiciones por las cuales la libertad pudiera ampliarse más allá de la condición de desesclavizado, razón por la cual el peso de ser identificados como negros bajo el periodo esclavista se desplazaba ahora hacia la consideración prejuiciada e indeseable de libres y peligrosos, que hacía de los afrodescendientes negros libres; “hombres salvajes, que no han sido educados para entrar en el goce de la libertad social” según el influyente político Joaquín Mosquera[4], con lo que se gesta una lectura dual y contradictoria de la libertad legal diferenciada de la libertad política.
Los libres nacidos bajo el nuevo soporte legal, serán discursivamente “negros hijos de esclavos”, “polillas de la sociedad”, según Mosquera (E. Restrepo 2006, 303 y 304), con lo que, aunque no se acude a las precomprensiones inferiorizadas tal como se las defendía en el periodo colonial, en el país sólo los afrodescendientes han debido hacer explícita su inclusión al reclamo de igualdad, antes con su participación en las milicias bolivarianas (Bolivar 20 de abril de 1820) y luego al prometer la observancia de deberes ciudadanos en el concierto de la nacionalidad republicana, a partir de la validación legal de su libertad y con la entronización de actos institucionales de manumisión adelantados “en la iglesia con alguna pompa. Allí el sacerdote, después de haber presentado al libertado el cuadro de sus deberes como ciudadano, y las ventajas inherentes á su práctica, le hará prometer que los observará”, tal como propusiera Mosquera (íbid., 305).
En tal concepción, decreto y derecho se distancian en el discurso y en las prácticas instauradas por la república; sostenidas por imaginarios sociales despreciativos tanto como institucionalizados igualmente, gestando una construcción jerarquizada de la economía, la política y la vida social incidente en la adopción, adaptación o transformación de los derechos de los afrodescendientes en la realidad política nacional (Blanco 2010).Esta práctica, parte de una concepción minusválida, según la cual los afrodescendientes libertados tienen que llegar a ser, a futuro y bajo la mediación de procesos instruccionales, ciudadanos; requerimiento que, sin embargo, no les concede derecho político alguno distinto al de la propiedad de sus propios brazos. Incluso, los registros eclesiales, evidencian el carácter formal de dicho reconocimiento, constando en los libros parroquiales que el neonato es ahora “libre por la ley” (Gutierrez 1983, 138), cubriendo su nacimiento con el precepto legal libertario, sin hacer inclusión civil o política alguna que remita a la condición de hijo de la república o ciudadano al momento de llegar a la edad legal.
Tales prácticas sociales, eclesiales y políticas, sumadas a los muy documentados embarques con destino a puertos en Panamá y, especialmente, Perú para trampear y escabullirse del cumplimiento de la norma, reflejan claramente el que los esclavistas no estaban dispuestos a contener el afán de lucro en la transacción con seres humanos, pese a que la ley contempló compensaciones juiciosamente adelantadas, además del servicio de los menores a su cargo hasta el cumplimiento de los 18 años.
Libertad no es ciudadanía
Si bien el impacto de la manumisión parece portentosamente significativo, al menos si se consideran los datos agregados a nivel nacional con los que trabajan nuevas mediciones económicas de un procedimiento prolongado en tres décadas (Tovar y Tovar 2009, 69-95), la nueva condición de libertos dibuja un asunto político de singular importancia: con el proceso legal de manumisión e institucionalización de la libertad se reconocía el tránsito de esclavizado a libre, pero ello no significaba la realización de un nuevo tránsito hacia la ciudadanía. La nueva condición de libertos es medida en función de un reclamo de laboriosidad bajo salario (Moulier-Boutang 2006, 383-575), contradictorio con el hecho de que durante tres siglos fue el trabajo de millones de mujeres y hombres africanos y afrodescendientes el que sostuvo las cargas del sistema esclavista frente a la voracidad y rapiña tras el dominio a la fuerza perpetrado por el europeo y sus descendientes en América.
Consistente con tal ideación, prejuiciosa obviamente, el simbolismo revolucionario de la libertad se angosta en el formalismo del otorgamiento jurídico de la misma, por el que el estado concede el estatus de liberto sin el reconocimiento a la vez de colombiano ni, menos aun, como sujetos de la ciudadanía. Así, pese a que una nueva reforma constitucional en 1830 reconocía la condición de colombiano para los libertos “y los hijos de las esclavas nacidos libres por el ministerio de la ley” en el territorio nacional, tal derecho se pierde en 1832, reaparece bajo la figura de colombiano “por naturalización” en 1842 hasta no enunciarse a partir de 1858; proceso constitucional que acompaña el camino monte adentro y río arriba, emprendido por los grupos familias de cimarrrones, apalencados y arrochelados que dibujaron la geografía de la historia no escrita tras la colonización afrodescendiente del territorio enmontado en el que se conquistó y vivió en libertad “con la ventaja de no tener que sufrir las conscripciones forzosas, ni soportar las cargas fiscales de la República” (Valencia Llano 2007, 83).
El que en pleno proceso de manumisión y articulación republicana no disminuyan sino que se incrementen las acciones cimarronas y la constitución de nuevos palenques, tradicionales durante todo el drama esclavócrata, configurando poblaciones cada vez más densas y lejanas de los centros urbanos robustecidos en el proceso nacionalista; evidencia el que para las y los afrodescendientes este proceso no sólo generaba dudas e incertidumbres nacidas de la novedad de la política pública emancipatoria, sino que igualmente resultaba decepcionante al encontrarse libres pero vagabundos pues no eran contratados por sus antiguos opresores o simplemente se les pagaba con el precio de su precaria alimentación y el mal abrigo, a lo que era preferible juntar la familia y lanzarse monte adentro o río arriba para gestar nuevos proyectos autonómicos opuestos a la esclavización tanto como a la timidez de las reformas republicanas (Sharp 1993, 441).
El registro a lo largo y ancho del país de palenques, rochelas, minifundios esparcidos, rastrojos, platanares y aldeas lineales en hilera sobre la ribera que reflejan una cerrada composición parental (Aprile 2004), da cuenta de la recomposición de la solidaridad, los reclamos de africanía y la valoración de la vinculación fraterna en la constitución de un campesinado étnico afrodescendiente, articulador de territorialidades en espacios conquistados por fuera de las dinámicas propias de la esclavización e incluso de la articulación republicana, tardíamente reflejadas en el articulado de la ley 70 de 1993.
Afrodescendencia, ciudadanía y obliteración
En las cortes de Cádiz, los representantes de América eran considerablemente más que los peninsulares, lo cual desequilibraba la balanza para las negociaciones políticas; sin embargo, el problema numérico de la representación americana resulta de menor importancia que los asuntos en discusión respecto de la inclusión en la ciudadanía. Con respecto a los descendientes de africanos, aquellos a quienes los diarios de sesiones de dicha corte mencionan como “españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África”, se decidió no reconocerles como ciudadanos, acudiendo a argumentos que justificaron como incompetentes para participar de la nación a quienes portaran signos de afrodescendencia pues estaban “por fuera del pacto social original creado entre españoles, criollos e indígenas durante la Conquista, y que por lo tanto no habían participado en la constitución de la Nación” (Lasso 2007, 38).
De hecho, por las palabras de uno de los diputados ibéricos, se lee en el diario de sesiones que los afroamericanos “no son, ni pueden serlo” ciudadanos nacionales españoles pues “les es moralmente imposible, atendida su situación y el rango que ocupan en la sociedad”[5].
Mientras se discutía en Cádiz, en el corazón de América la decisión de las elites de no situar el proceso independentista en las coordenadas libertarias que anularan igualmente el sistema esclavista tendrá serias repercusiones institucionales y societales en la exclusión de la población afrodescendiente de los beneficios nacidos en la construcción de la nación.
Por un lado, la ambigüedad marcará el trato institucional a la esclavización, al punto que sólo 30 años luego de sellada la última batalla contra el poderío español se proscribirá definitivamente tal institución en el país. Por otro lado, la no incorporación abierta de una capa poblacional tan significativa en los beneficios de la pertenencia a la nación y en el reconocimiento de la igualdad postrará a los afrodescendientes en la esquina más marginal del proceso político gestado a plazos frente a las pretensiones de la multitud y bajo el control de los acontecimientos por parte de las elites, las cuales provocaron tímida reformas como contentillo para no exacerbar los ánimos populares, alertas frente a una posible reedición continental de los sucesos de Haití y su revolución pigmentada.
La decisión de la elites excluyó abiertamente a los afrodescendientes de la pertenencia nacional, cuestionando de paso su participación en el proceso gestacional independentista, y cifró en prácticas de invisibilización y carencia el correlato de su proyecto: Algo así como ‘están aquí pero no pertenecen ni son nacionales como nosotros; y si lo son, ¿qué más quieren?’, será el legado que, desde las Cortes de Cádiz, se testó en contra de la raíz africana de nuestra identidad y contra la incorporación en igualdad sustantiva de los afrodescendientes en la vida nacional.
Tal exclusión facilitó la ubicación marginal del afrodescendiente en la historia, las instituciones, las relaciones sociales y los territorios en los que tradicionalmente se situó para vivir, construir y resistir en las fronteras respecto de la identidad nacional blanqueada e hispanizada y la esterilidad de beneficios para aquellos portadores de marcas pigmentadas remisorias de africanidad.
La practica invisibilizatoria y el discurso retórico de la igualdad, al mismo tiempo, han subsistido, frente a la cual la memoria ha aprendido a rescatar a contracorriente figuras cono Benkos Biohó, de inicios del siglo XVII, quien emerge como el líder emblemático de la insurgencia palenquera (Cassiani 2003), o Pedro Romero Porras, artesano cartagenero, que en las justas de independencia será la estampa que la memoria conservará en el fragor de éste proceso gestacional de la ciudadanía afrodescendiente (Cuba 1995).
Son pocos los que, en medio del debate constitucional de inicios del siglo XIX gestado bajo la hegemonía de la hispanidad, aparecen aun para informarnos que la ciudadanía afroamericana se empieza a construir desde el rechazo y se la ejerce desde el levantamiento y la protesta, incluso armada y violenta; tal como hoy ocurre con cargos investidos de poder para los que no se postula a afrodescendientes, llamados a ascenso y promociones selectivas que impiden la llegada de sujetos pigmentados a dignidades de mando en la fuerza pública, asignación de funciones públicas en carteras, dependencias o negocios de baja visibilidad o poca incidencia; entre otras acciones que, si bien no son abiertamente segregacionistas, han disminuido y fragmentado las oportunidades históricas de empoderamiento étnico institucional en el país, en el que resultan todavía simbólicas las excepciones de José Prudencio Padilla, Primer Almirante Colombiano y General de División (a quien el ejercito nacional presenta como indígena y de cabello lacio[6]); Luís Alberto Moore Perea, único General afrodescendiente en toda la historia de la Policía Nacional y segundo General de descendencia africana en toda la historia republicana, después de Padilla; e incluso el nombramiento de Paula Marcela Moreno Zapata, como la primera afrocolombiana al frente de un Ministerio, a cuyo nombramiento no sobrevino ninguna nueva asignación de tal tipo ¡en pleno siglo XXI!
Que sean los primeros y los únicos hasta ahora, da suficiente cuenta del carácter exclusivista y cicatero de tales distinciones. Prueba de ello es el olvido histórico a la pertenencia étnica de Juan José Nieto Gil, quien ha sido el único Presidente afrodescendiente colombiano, político y escritor; quien fuera Presidente del Estado de Bolívar en 1959 y Presidente de la República entre el 25 de enero y el 18 de julio de 1861. Sobre su origen mestizo no se hacen mayores alusiones en la historiografía colombiana (Borda 1981).
De otro lado, el silencio sobre las prácticas abyectas y soterradas que, en otras latitudes serían consideradas racismo y segregacionismo institucionalizado, juega a favor del proyecto nacional de elite, para el que ciertos sujetos que reproducen en su historia personal y en sus actuaciones maneras de decir, procesos formativos, trayectoria académicas que, pese a su pigmentación y origen étnico, les sitúan decorosamente cercanos a tal proyecto, son presentados como ejemplo de apertura e incorporación exitosa a la cultural nacional y su relato; siendo que esas no son las experiencias ni las oportunidades disponibles para la multitud afrodescendiente. Como conquistas societales producto de la presión de los movimientos organizativos, la escolarización y formación universitaria y de posgrado conquistada por una creciente pero aun minúscula porción de afrodescendientes, deberá producir mutaciones en el patrón de blanqueamiento y en la ocupación de cargos y asignaciones públicas.
Tal vez estén arribando vientos de cambio; tan lentos y tan leves que se advierten poco y que requerirán notorias trasnformaciones sociales y políticas en el sector público y en sectores fundamentales como el empresarial privado, en los que va a requerirse el empoderamiento, la inventiva y el emprendimiento ganados en la irrenunciable tradición cimarrona para producir palenques educativos, industriales, empresariales y organizativos con los cuales hacerse a espacios significativos para robustecer la participación diferenciada e identitaria de las y los afrodescendiente en la vida nacional.
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[*] Arleison Arcos Rivas. Licenciado en Filosofía y Magister en Ciencia Política. En la actualidad se desempeña como Rector de la Institución Educativa Federico Carrasquilla y como Docente en el Pregrado en Ciencia Política de la Universidad de Antioquia. Publico en Eumed, editorial virtual, ciudadanos armados. Actualmente prepara Africanía, Cimarronaje y Ciudadanía.
[2] Así, aunque desde 1858 se discute en Colombia la extensión universal del sufragio, vigente para todos los hombres desde 1936 (incorporando tardíamente a las mujeres en 1957), no se cuenta con estudios en torno a la participación política afrodescendiente en comicios electorales en el siglo XIX. Este trabajo, de suma importancia para entender las figuraciones de la incorporación étnica a la construcción del pueblo y lo popular en el país, está por hacerse; tal vez empezando por la incorporación afrodescendiente en las sociedades democráticas que presionarán a José Hilario López a sellar definitivamente la abolición de la esclavización en el país.
[3] En ausencia del monarca Fernando VII, prisionero por los franceses, brotes insurreccionales se suceden en el territorio español y en toda América. Las Cortes de Cádiz fueron convocadas entre 1810 – 1812; en expresión de fidelidad al Rey terminan por reclamar la soberanía del pueblo, la independencia de las colonias y la inclusión de públicos subalternos en la expresión de la nacionalidad española. Dichas cortes se trasladan luego a Madrid y sesionan hasta 1814. Sobre la participación de diputados americanos en dichas cortes, véase: (Ramos 1962) y (Rieu Millan 1988)
[4] Joaquín Mariano Mosquera y Arboleda fue senador, ministro plenipotenciario en Perú y luego Presidente de Colombia tras la renuncia de Simón Bolívar, en 1830. Junto a sus hermanos, Tomás Cipriano, Manuel María y Manuel José, vinculados a la causa bolivariana, componen uno de los cuadros intelectuales familiares más reaccionarios en la historia política republicana (Prado y Prado 2010), caracterizado por su papel hegemónico en la economía y política caucana del siglo XIX y su peso influyente entre los mineros y terratenientes de dicha región del país, promotores del terraje y la sumisión del campesinado étnico afrodescendiente subsiguiente a los procesos de esclavización y manumisión. Sus ideas políticas (Mosquera 1829), contribuyeron a dilatar por tres décadas el proceso esclavista en el país republicano, introduciendo el contrato de aprendizaje en la ley de 1839, con el cual se sujetaba a servidumbre por siete años más a los nacidos a partir de 1821 cuya libertad se conculcaba así hasta los 25 años.
[5] Diario de Sesiones, 3: 1781, 5 de septiembre de 1811.
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