jueves, 2 de abril de 2020

El mundo ya no funciona

La economía del sistema mundo articulada en torno a la irrestricta liberalidad del mercado y la irrefrenable y excesiva acumulación de capitales ya no funciona; ni siquiera para los ricos, acostumbrados a maximizar hasta el límite más extenso posible sus caudales sin reconocer frontera alguna ante la voracidad de sus intereses trasnacionales.



En sendos análisis críticos se manifiesta la magnitud de semejante despiporre: no funcionan ni los ingresos del trabajo ni la propiedad del capital ni las dinámicas requeridas para su institucionalización, según manifiesta Piketty al reclamar un socialismo participativo que ajuste la desigualdad del capital, nunca igualitario. Esta postura encuentra su correlato en la evidencia palmaria de que el mercado no es eficiente (nunca lo fue) ni motor de competitividad, como reconoce Stiglitz en su propuesta de un Capitalismo progresista que dé respuesta a la era del malestar creciente.

Hambrunas, pandemias, desabastecimiento, inflación o carestía, paro o desempleo, iliquidez, decrecimiento y desaceleración, recesión son expresiones cada vez más frecuentes para dar cuenta del estado de crisis sucedánea característico del insostenible capitalismo en el siglo XXI, en el que ni los acumuladores logran asegurar sus inmensas fortunas, ni la clase media logra estabilizar sus condiciones de ascenso social, ni los ciudadanos de a pie logran asegurar empleos y ahorros, ni los más vulnerables logran asegurar la vida siquiera; simple y llanamente porque el mundo bajo ese modelo ya no funciona. 

Soportada sobre un modelo de justicia desigualitaria que asegura al más avión, el disfrute de su estrategia depredadora, la economía planetaria o trasnacional ha podido saturar la concentración de riquezas con marcada intensidad desde aquellos tiempos en que alguien puso una cerca y defendió como propio lo que otro perdió por ello. Hasta hoy, la voracidad acumulativa no ha encontrado reparo alguno mientras ha podido dominar las instituciones políticas, controlando a la baja su potestad regulatoria e intervencionista; evidenciando, como suponía Gramsci, que derecho y propiedad constituyen el resorte mismo de la política y, por lo mismo, de la desigualdad y el dominio.

Para simular que todavía puede funcionar, el modelo de capitales requiere individuos producidos a bajo costo o de costo negativo, sin reato alguno por su dignidad o su dignificación como ha quedado demostrado al furor y caída del neoliberalismo. Incluso quienes adquieren la mayor cantidad de saber disponible para hacerse a altos cargos resultan tolerables a condición de que reproduzcan en el mundo de la vida las dinámicas consumistas y extractivas como asalariados funcionales o se vinculen a la fuerza reproductiva del sistema como diligentes emprendedores y empresarios incorporados. Aun estos, ante una crisis descomunal como la del presente, resienten y padecen la inclemencia inmediata, perentoria y amenazante con la que la desigualdad permite a unos prosperar mientras los otros padecen e incluso mueren.

Las crisis del capital hoy han roto la pretensión de seguridad e igualitarismo provisto por el mercado. Con cada estertor agónico queda claro que el mercado no funciona si el Estado no lo protege, lo alimenta, lo rescata, lo hace respirar y lo financia. Crisis tras crisis, la intervención institucional es cada vez más indicativa, tanto ante visos de recesión como en sectores que, a veces uno o a veces varios, dependen de anuncios de estabilidad por parte de las bancas nacionales; así como de frecuentes maniobras legislativas y ejecutivas para generar salvamentos, exenciones, fondos especiales, créditos blandos o subsidios.

Paradójicamente, el capital financiero y bursátil prospera al mismo tiempo, socavando los cimientos de la democracia liberal al debilitar la competencia, sostener maniobras especulativas sobre un raquítico crecimiento de la productividad y profundizar las lagunas fiscales, “comiéndose la economía de mercado moderna desde dentro, lo mismo que esas larvas que se comen al anfitrión en el que se han depositado” como escribió Martin Wolf, periodista de Financial Times. 

El rotundo fracaso de las economías en el sistema mundo de capitales ha despertado una oleada inusitada de ataques al estilo de vida consumista, depredador y no sustentable que animó por siglos, vendiendo al mismo tiempo la idea de que el enemigo del planeta es el ser humano. Si bien los modelos económicos no funcionan como una máquina automatizada y sólo son posibles a consecuencia de la intervención humana para instalarlos y hacerlos funcionar, es preciso que entendamos que el enemigo de la humanidad no es, nunca lo ha sido, el ser humano; sino la mendacidad del mercadear, incluso la vida humana misma.

Tal como recuerda igualmente Chomsky, a los negocios nunca les ha gustado eso del contrato social, aspirando a armar al mundo como una máquina preciosista. De ahí que sea imperioso, su desmonte y rearme como un organismo complejo de reacciones dinámicas, difícilmente ajustables a las pastosas leyes del demandar, ofertar, ganar y acumular. Sobre la marcha, resignados u optimistas, ante la evidencia de que el mundo ya no funciona sólo nos queda repararlo. Ya que no será posible un nuevo orden y un nuevo mundo tal como aspiraban a configurar los utopistas viejos, las nuevas utopías tendrán que ser situadas y adecuadas, por fuerza, a las posibilidades del presente para que el futuro sea todavía posible.

La tarea, para quienes, luego de esta advertencia planetaria, aspiramos a que el mundo sea distinto será reconfigurar los rumbos de la solidaridad; no bajo el prurito del viejo y desgastado credo humanista, sino como la apuesta siempre innovadora por la construcción de lo común en una casa plagada de egoísmo e insolidaridad.

#LaNotaDelJueves

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CuestionP Aportes para una teorìa polìtica de la afrodescendencia por Arleison Arcos Rivas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 2.5 Colombia.

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