domingo, 4 de marzo de 2012

Modelo clientelar y desarrollo local: un reto para el movimiento afrodescendiente en Colombia


Con más frecuencia de lo imaginado, quienes participamos de procesos de diálogo y concertación política en diferentes escenarios relacionados con la vivencia y significación de la afrodescendencia, especialmente aquellos de incidencia en la gestación e implementación de políticas públicas debemos absolver la inquietud, no siempre ingenua, de quienes insistentemente nos preguntan por qué a los afrodescendientes siempre (dicen) nos ven desunidos y desorganizados, mientras los indígenas se ven tan unidos y “han logrado tantas cosas en tan poco tiempo”. Sumado a ello, quienes así nos interpelan, funcionarios públicos habitualmente, apostillan reiterando que “es tan difícil organizarlos” como si tales dinámicas fueran de su resorte.




Sin embargo, retirando de la pregunta lo que de maniqueísmo y desconocimiento histórico comporta tan estéril reclamo comparativo y eliminando la necesidad de que las diferentes expresiones organizativas afrodescendientes se recojan de modo ramplón en un unanimismo dictatorial, resulta fundamental que nos preguntemos por la calidad de nuestros procesos organizativos, su capacidad de incidencia y la urgencia por desmantelar viejas prácticas de personalismo y clientelización instaladas a lo largo de siglos practicando la máxima de dividir para vencer; en el propósito de gestar condiciones para la instalación de instrumentos públicos de incidencia consistente en el desvertebramiento de desigualdades e injusticias institucionalizadas y estructurales.

Lo público: la bolsa del benefactor o la ley de Herodes

Asumir que “la práctica clientelar constituye un esquema de estructuración del conjunto de la sociedad, no relegado a ningún sector social en particular, en el que la estratificación social del conjunto se dirime mediante los diferentes niveles y grados de acceso que cada grupo o sector social tiene a los mecanismos públicos de asignación”  (Machado Aráoz 2007, 348), nos lleva a pensar que con los organismos estatales se articula un modelo relacional en el que la transacción se convierte en la manera típica de interactuar los grupos de ciudadanos y sus liderazgos individuales o colectivos, en aquellas instancias determinantes para producir la captura de recursos disponibles. Ello en sí mismo no implica ni corrupción ni apropiación de tales recursos sino que expresa un modo de organizar la gestión de lo público a favor de la maximización de intereses, de acuerdo a la capacidad de influencia y las estrategias desplegadas por los solicitantes respecto de los operadores del sistema de regulación y distribución pública.

De esta manera, lo que ocurre es que “tales grados de acceso a los resortes distributivos del estado reflejan las capacidades diferenciales de actuación política de los grupos y sectores sociales” (Idem), provocando un ejercicio competitivo entre dichos grupos y sus liderazgos por ampliar las ventajas y las oportunidades disponibles para insertarse eficazmente en el reparto de los bienes públicos, incluida la asignación de cargos burocráticos, la selección de operadores de programas y proyectos y la contratación de diferentes tareas y acciones institucionales delegadas o subrogadas.

La racionalidad de tal proceso da cuenta de cómo el reparto de bienes y servicios de las entidades oficiales opera un conjunto de prácticas con las que los funcionarios del estado, las empresas privadas, las organizaciones de distinto índole y los liderazgos comunitarios alimentan el flujo de intercambios tras el consumo de recursos públicos. En un escenario como este, mujeres y hombres mestizos, indígenas y afrodescendientes de manera personal o mediante diferentes procesos de representación, procuran influir eficazmente en la asignación de recursos para su colectividad, población o grupo étnico sin que ello necesariamente implique articularse como proveedores de votos electorales; tal como esperarían las y los funcionarios tras la concesión de lo que se entiende, generalmente, no como la satisfacción de un derecho y si un favor o una dádiva que compromete a quien la recibe con la prosperidad en las urnas de su benefactor y su organización política.

Frente a las urnas, el modelo se distorsiona. Cuando de lo que se trata es de continuar al frente del aparato estatal o hacerse a él, los favores se cobran. El precio pagado usualmente refleja el nivel de lealtad que el funcionario, entendido como benefactor, reclama y que obtiene sin mayores miramientos por parte del beneficiado; incluso si tal estipendio implica la renuncia o el compromiso de principios, valores o postulados corporativos, identitarios, culturales o étnicos; encapsulados como quedan en la prisión clientelar que responde al mandato de “la ley de Herodes: o te chingas o te jodes” y “el que no tranza no avanza”[1].

Hacerse aliado de una persona con un cargo de influencia o alinearse en una corriente partidista parecen entonces una alternativa razonable para quienes aspiran a favorecerse con tal vinculación. De hecho, contar con este tipo de lealtad, alimenta el sistema clientelar personalista en el que lo público se convierte en la bolsa del benefactor, cuyo manejo celoso requiere el silenciamiento o la anulación de los disensos y la concordancia o contribución con la operación rentista del presupuesto y los servicios estatales.

Por ello, para un líder afrodescendiente entrevistado por Piero Rivas Maldonado, “la mayoría de los afros han estado dispersos en grupos políticos tradicionales y cada quien se alinea con un cacique político regional o local fuerte en aras de buscar solución a su problema individual, entonces hoy en día eso nos diferencia de los indígenas que son más colectivista en la búsqueda de espacios de poder” (Rivas Maldonado 2012).

En sus palabras, este reconocido activista nos informa brevemente sobre la observación que presentaba al inicio de este escrito: en buena medida, la dispersión de las fuerzas políticas afrodescendientes es el producto de un juego electoral en el que actores provenientes de partidos políticos tradicionales; es decir, liberales, conservadores e incluso partidos de izquierda con sus actuales desmembraciones, han provocado intencionalmente fracturas en los procesos organizativos, desarticulando de sus propias vertientes tal caudal electoral e incorporándolo a cauces políticos controlados por la fortaleza de su propio prestigio como intermediario o generoso benefactor, contribuyendo al mejoramiento selectivo de las condiciones de vida de sus cófrades a cambio del alineamiento de su familia electoral. Si bien de lo dicho por el informante no se desprende que los indígenas no operen así, sí reconoce que estos han logrado conquistar un ‘espacio de poder’ que les permite entrar al juego de la transacción clientelar movilizando como recurso político su propia capacidad para apoyar en las urnas a sus candidatos, cuya unanimidad hoy está en entredicho[2].

Sean como los indígenas

En el telón de fondo de este juego, lo que resulta cuestionable no es tanto que una persona o un grupo aspire a movilizar recursos estatales sino que los beneficios de tal acción incrementen la renta propia a contracorriente de los beneficios societales, ciudadanos, comunitarios o étnicos esgrimidos para reclamar el trámite presupuestal o el tercie de los decisores de políticas públicas.

Resulta claro que la organización política en los movimientos sociales, culturales y étnicos tiene el propósito de avanzar en la instalación de condiciones para la transformación de injusticias, desigualdades y desventajas que padezcan, lo que constituye el centro de su ejercicio reivindicativo en procura de conquistar mayores desafíos colectivos. Sin embargo, diferentes procesos de corrupción, que no son sólo personales o individuales, desvirtúan tales expresiones organizativas al constituirse en ventanas abiertas a la oportunidad de movilizar las fuerzas políticas de la organización o lideradas en procesos de caudillaje y adoctrinamiento a cambio de prebendas personales o corporativas, en contra de la proyección de un movimiento político de mayor calado, sintonizado con la defensa y realización de derechos colectivos.

En tal sentido, no puede cuestionarse el grado de cohesión alcanzado por el movimiento indígena colombiano, cuyas acciones de organización y actuación pública, especialmente a partir de la nueva etapa constitucional colombiana, “abre el paso a la conversión de la indianidad en capital electoral y a la multiplicación de candidaturas en nombre de nuevas fuerzas políticas (Laurent 2010, 44); habiendo convertido en una oportunidad favorable a su plan de vida el bajo peso poblacional tras la estela histórica de haber sido esclavizados y diezmados, las ventajas estratégicas del territorio ancestral habitado, la aparente decadencia de algunas elites regionales (Peñaranda 2002, 134), al parecer hoy activadas nuevamente tras los procesos de entrega de tierras a las víctimas del desplazamiento,  y la capacidad de negociación con el Estado fortalecida por el peso creciente del multilateralismo y la dependencia de recursos provenientes de la cooperación internacional en la definición de políticas públicas.

Que el movimiento indígena pueda organizar con éxito acciones de incursión e incidencia en la vida política nacional y movilizar gruesas facciones poblacionales propias y solidarias en las Mingas promovidas en las últimas dos décadas y que además cuenten con partidos nacionales como ASI y AICO en un complejo escenario político que acapara con voracidad y a altos costos buena parte de los votos de los electores, resulta una experiencia singular digna de valorar por parte de otros grupos étnicos; incluso en medio de los reparos a la eficacia de tal proceso de movilización y diálogo con el gobierno nacional, junto a las tensiones por los avales y la inconformidad de algunos de sus liderazgos ante evidentes procesos de cooptación del voto indígena por organizaciones partidistas no étnicas, lo que habría provocado la votación mayoritaria en blanco en la circunscripción especial a la cámara de representantes por ese grupo étnico en 2010 (Castiblanco 2010, 4).

De hecho, para 1998, Javier Duque ya advertía los efectos del quebrantamiento y la parcelación en este proceso de participación política, en la medida en que “la fragmentación (…) ha impedido la conformación de una organización nacional que unifique, aglutine y coordine a las diversas comunidades indígenas del país; lo cual ha representado el surgimiento de diversas organizaciones regionales que han incursionado en la competencia electoral y ha conducido a que algunos candidatos indígenas actúen por sus propias iniciativas y aspiraciones y participen en listas de otros partidos, especialmente en las elecciones de 2003 y 2006 (Duque 2008, 178).

Pese a la solidez con la que suelen ser defendidos los logros alcanzados por las organizaciones de los indígenas en el país, la tendencia creciente a la fragmentación o agrietamiento político en este electorado se hace cada vez más evidente, por ejemplo en la entrada de Partidos como el PDI y el PIN en la competencia por el voto indígena, en la fabricación de avales para candidaturas mestizas, con la compra de votos y el apoyo en algunos municipios a candidatos no indígenas, sumada a la típica competencia al interior de una organización que se presenta a las urnas[3]. Este escenario refleja el nivel de compromiso y reconfiguración de lealtades que deberá enfrentar este movimiento en los próximos años; mucho más si se tiene en cuenta que la práctica de dividir para vencer continúa siendo impetrada por las organizaciones partidistas y las elites regionales y nacionales interesadas en pescar en río revuelto.

Prioridades étnicas contra aspiraciones personalistas

Frente al espacio ganado por el movimiento indígena, se cuestiona al movimiento afrodescendiente colombiano su capacidad para producir hechos políticos que se expresen de manera semejante en éxitos en las urnas y que signifiquen igualmente mutaciones, transformaciones, solidaridades y recomprensiones en las problemáticas visibilizadas y convertidas en barreras para el mejoramiento de estas comunidades.

Tal reclamo, gestado por fuera de los propios procesos organizativos, desconoce de manera protuberante los impactos institucionales y estructurales tras los siglos de esclavización, discriminación y arrinconamiento societal y geográfico con los que se configuró el trato marginal a las y los afrodescendientes en “un país donde el racismo reinó hegemónicamente silencioso” (de la Cadena 2010, 9), bajo el manto de procesos históricos de invisibilización y homogeneización con los que se instaló la exclusión de la diferencia cultural de modo estructural, institucionalizado y socialmente legitimado, en el proyecto de nación que articulado a lo largo de dos siglos (Mosquera Rosero 2011).

Para cimentar el conjunto de demandas y reivindicaciones con las que se configura su plataforma actuacional y política, liderazgos y organizaciones afrodescendientes apelan a “una serie de premisas como la historia compartida (la diáspora africana) y unos rasgos culturales propios (tradiciones y costumbres) que se recrean en un territorio común: la llamada cuenca del Pacífico. La tríada tierra-cultura-historia sería el sustento de una comunidad negra que según la ley “revela y conserva conciencia de identidad”, y a la que se le adscriben modos ancestrales y comunitarios de organización, de ocupación de tierras, así como de uso y apropiación de los recursos naturales (Ruiz Serna 2006).Cabe anotar que quienes articulan su adscripción a la afrodescendencia en escenarios urbanos suman tal particularidad al vínculo cultural e identitario con el Pacífico o el Caribe colombiano, complejizando aun más la significación étnica en el país (Mosquera Rosero, 1998).

De manera más realista, el reconocimiento de un conjunto abigarrado de organizaciones viejas y nuevas da cuenta del afán organizativo al interior del movimiento afrodescendiente; afán que, sin embargo, debe significar igualmente un ejercicio de autocrítica inflexible, toda vez que, al desear ocupar los espacios disponibles para hacer emerger y sostener las reivindicaciones libertarias históricamente enarboladas en defensa de la incorporación a la ciudadanía y al disfrute de derechos políticos, civiles, económicos, sociales, culturales y ambientales de estas comunidades e individuos, se han configurado igualmente organizaciones de papel y liderazgos antojadizos, enquistados y venales, que ponen en riesgo la solvencia y el fortalecimiento de procesos conquistados al fragor de las revueltas, movilizaciones y luchas del pueblo afrodescendiente; cuyas formas de actuación sirven como caldo de cultivo a las afirmaciones según las cuales son los propios liderazgos los que desvertebran las acciones emprendidas, dilatan el avance en procesos de desarrollo étnico e incluso instalan escandalosas prácticas de corrupción a diferentes niveles, sin vincular tales ejercicios al sostenimiento de instrumentos de control clientelar sobre tales liderazgos y sus familias electorales.

De hecho, no pocas veces se utilizan dispositivos racializados que socavan la confianza en la capacidad articuladora de procesos entre las y los afrodescendientes o cuestionan la habilidad misma para dirigir y encausar eficazmente asuntos que requieren saber, competencia o exigencia intelectual como estrategia para contener, fraccionar o limitar el surgimiento de liderazgos, candidatos o representantes afrodescendientes al margen de los sistemas de control clientelar sostenidos hasta ahora. Incluso, de modo más osado, no pocas veces se enrostra a los mismos activistas e intelectuales la acusación de racistas utilizando una prédica incendiaria que activa formas de incitación al antagonismo, animadversión y  resentimiento entre ‘negros’ y ‘blancos’ (Reid Andrews 2007, 306) que incluso son promovidas entre los mismos afrodescendientes, en prácticas de endoracismo que invitan a reconocerse “negrito por fuera pero blanco por dentro[4].

Frente a la capacidad del estado, la acción institucional y la disposición de recursos con los cuales garantizar avances significativos en el tratamiento de las problemáticas sentidas por las comunidades de base, se instalan la súplica, la insistencia y el carrusel burocrático[5] como modalidades de intervención y procesamiento de las demandas y reivindicaciones provenientes de colectivos, sectores, agrupaciones o grupos poblacionales y étnicos que no tranzan o no se encuentran aun incorporados al modelo de transacción clientelar en el que la gestión pública consiste en favorecer a los amigos.

En esa dinámica el desprestigio y la animosidad resultan evidentes. Un concejal de la ciudad de Medellín, pese a saber que sus palabras estaban siendo grabadas y aparecerían en una publicación académica, no tuvo problemas para afirmar respecto de las y los líderes afrodescendientes que “cuando vienen a esta oficina uno sabe que llegan es a pedir (Rivas Maldonado 2012). Con cuatro periodos encima, seguramente al concejal no le falten razones para tal afirmación. La investigadora y promotora de procesos organizativos Amanda romero incluso aporta mayores argumentos al advertir que “las metodologías patriarcales, sin embargo, tienen un impacto directo en varios de los movimientos Afrodescendientes latinoamericanos, en la medida en que a menudo se construyen liderazgos que no logran articularse a las necesidades básicas de las comunidades, y antes por el contrario, se ubican dentro de una competencia de personalidades afro que compiten por los fondos, el prestigio ante sus iguales y el acceso a los círculos de poder económico, social, religioso y político (Romero Medina 2004).

Sin embargo, lo que queda por verse es si la consecuencia del funcionamiento de lo estatal en torno a familias clientelares implicaría precisamente el desarrollo de tal actitud limosnera en lo poco y acumulativa en lo protuberante, cuyo gerenciamiento y gestión promueve prácticas de corrupción en las que se alimenta la lealtad de liderazgos y clanes familiares electorales con recursos públicos orientados a satisfacer tanto la voracidad acaparadora del corrupto, en todos los lados de la cuestión[6], como los requerimientos o demandas que efectivamente deban procesarse con la intervención de agentes estatales. En el proceso, las y los líderes se hacen expertos en conocer las oficinas, dependencias y cargos públicos que mueven los recursos, controlan el presupuesto y deciden las acciones que se priorizan y las que se relegan no siempre porque resulten inviables sino porque no existe “voluntad política” para moverlas y situarlas en los soportes de la acción institucional, en buena medida porque no se ve en ello rentabilidad electoral alguna ni beneficio personal consistente que, por ejemplo, fortalezca el vínculo clientelar entre un funcionario o servidor público y un barrio o población específica. En el camino, territorios, sectores, poblaciones y grupos terminan por convertirse en clientes del funcionariado, articulando familias electorales; leales en cuanto se alimente la dinámica de beneficios mutuos que la enlaza y la vincula, también en función de referencias étnicas; para lo cual resulta fundamental contar con sujetos clave capaces de orientar, alinear y poner a votar a sus huestes.

La capacidad del movimiento afrodescendiente por desvincularse de prácticas personalistas y emprendimientos clientelares está a prueba, como queda visto por los sorpresivos resultados en la elección de representantes por la circunscripción especial; en la que bien puede elegirse como representante tanto a una activista consumada como a gente que puede ser muy conocida pero intrascendente en el movimiento[7]. Si bien el tiempo transcurrido en la articulación de organizaciones que reivindican derechos de la población afrodescendiente es corto, especialmente si se considera que apenas bajo el nuevo molde constitucional se instalaron en el país instituciones e instrumentos jurídicos favorables a tal proceso actuacional, es tiempo ya de evaluar los resultados y las razones para advertir fortalezas tanto como severas debilidades tras dos décadas de intentar fallidamente la implementación de iniciativas de articulación y expresión política decisoria.

Aunque por todas las regiones del país puedan verse notorios y significativos avances en los procesos de liderazgo, orientación de los asuntos públicos, gestación de organizaciones y procesos vinculantes en convergencias y redes asociativas como CNOA[8] y PCN[9], por ejemplo; el movimiento afrodescendiente no cuenta aun con instrumentos políticos ni plataformas de actuación concertadas capaces de configurar en el entorno local, departamental y nacional un sujeto étnico movilizado electoralmente.

Como quedó visto en la discusión del plan nacional de desarrollo, los procesos de consulta previa a la comunidad afrodescendiente puede escamotearse, limitarse y tramitarse por fuera de circuitos participativos amplios y consensuados. Por ello, en el actual proceso de gestación de los planes de desarrollo municipal y departamental habrá que prestar especial vigilancia no sólo al hecho de que la comunidad afrodescendiente sea convocada y tenga efectivamente la oportunidad de incidir y plantear sus propias propuestas en los mismos. Además será necesario hallar formas para contener el egoísmo, el canibalismo corporativo y la avidez inclemente con la que algunos liderazgos buscarán asegurarse, por cuatro años más, las treinta monedas con las que sobrevive su clientela.



Trabajos citados

Castiblanco, Esteban. «Resultados circunscripciones especiales Congreso - Elecciones 2010.» MOE, Misión de Observación Electoral. 2010. http://www.moe.org.co/webmoe/images/stories/PAPER_RESULTADOS_2010.pdf.
de la Cadena, Marisol. «Introducción.» En Formaciones de indianidad. Articulaciones raciales, mestizaje y nación en América Latina., de Marisol de la Cadena (ed). Envíón editores, 2010.
La ley de Heródes. Dirigido por Luís Estrada. 1999.
Laurent, Virginie. «Con bastones de mando o en el tarjetón. movilizaciones políticas indígenas en Colombia.» Colombia Internacional (Universidad de los Andes) 71 (2010): 35-61.
Machado Aráoz, Horacio. Economía política del clientelismo: democracia y capitalismo en los márgenes. Grupo Editor Encuentro, 2007.
Mosquera Rosero, Claudia. Acá antes no se veían negros: estrategias de inserción de la población negra en Santafé de Bogotá. Bogotá: Cuadernos de investigación. Observatorio de cultura urbana, 1998.
Mosquera Rosero, Claudia. «La persistencia de los efectos de la "raza" de los racismos y de la discriminación racial: obstáculos para la ciudadanía de personas y pueblos negros.» En Debates sobre ciudadanía y políticas raciales en las Américas Negras, de Claudia Mosquera Rosero-Labbé, Agustín Lao Montes y Cesar Rodriguez Garavito, 17 - 108. Universidad del Valle - Universidad Nacional, 2011.
Peñaranda, Ricardo. «Los nuevos ciudadanos: las organizaciones indígenas en el sistema político colombiano.» En Degradación o cambio: evolución del sistema político colombiano., de Francisco (comp) Gutierez Sanin, 131-181. Norma, 2002.
Reid Andrews, George. Afro-latinoamerica 1800-2000. Iberoamericana, 2007.
Rivas Maldonado, Piero. Participación política afrodescendiente en Medellín. Trabajo de investigación para optar al título de politólogo. Universidad de Antioquia, Pregrado en Ciencia Política, 2012.
Romero Medina, Amanda. «Movimientos de pueblos indígenas y afrodescendientes en América Latina: retos desde lo local y lo mundial.» Revista futuros. Vol. 2, Número 5 de 2004. http://www.revistafuturos.info/futuros_5/mov_soc_1.htm.
Ruiz Serna, Daniel. «Etnia, raza y cultura en la acción política: ¿nuevos retos para la gobernanza en Colombia? La ley 70 y los elementos de legitimidad en las organizaciones sociales de gente negra en la región del Bajo Atrato. .» IRG, Institut de recherche et débat sur la gouvernance. 26 de Agosto de 2006. http://www.institut-gouvernance.org/en/analyse/fiche-analyse-252.html.





[1] Estos dos refranes son populares en mexicano, y se los hizo ampliamente conocidos ahora por una película  (Estrada 1999), en la que se reproduce en tono satírico el asunto de la tiranía burocrática, el clientelismo personalista y la apropiación indebida de los recursos públicos.
[2]
[3] En Colombia no sólo los partidos sino igualmente las organizaciones étnicas de contenido social, deportivas, culturales y de diverso índole pueden presentar candidatos a la circunscripción especial indígena o afrodescendiente, dado que sólo se les exige estar asentadas en el registro del Ministerio del Interior. Esta reglamentación, pese a que puede considerarse favorable a la ampliación de la participación en representación de los grupos étnicos ha significado a la postre el deterioro de los procesos de constitución y movilización de un electorado étnico, al reflejar las prácticas de cooptación, atomización y dispersión de tal electorado por parte de agentes partidistas adeptos al modelo clientelar personalista y a la necesidad generada a las organizaciones para que reproduzcan el modelo de partidos en su participación en comicios electorales para organizar no solo sus propios votos sino los votos solidarios o de apoyo.
[4] Esta frase fue utilizada en la campaña a la Alcaldía de La Estrella, Antioquia por un candidato con pigmentación y facciones vinculadas a lo afro, abiertamente reacio a asumirse o identificarse como afrodescendiente y muy interesado en ‘blanquearse’ ante sus electores.
[5] El carrusel burocrático es un ejercicio para dilatar la atención a las demandas presentadas por las comunidades o sus liderazgos y consiste en rotar de oficina en oficina una petición o proponer tramitar un asunto postergando su presentación ante el cuerpo legislativo o ejecutivo “hasta que estén dadas las condiciones”. Las comunidades y sus liderazgos suelen expresar que están cansados de que “les mamen gallo” cuando advierten tal práctica y sus efectos perversos en la generación de expectativas de tratamiento de cuestiones que para estos resultan urgentes.
[6] La práctica conocida coloquialmente como “ceveye” o “cómo voy yo” refleja la construcción del clientelismo personalista para el que, sea cual sea el asunto gestionado ante instituciones públicas e independientemente de su utilidad, conveniencia comunitaria o urgencia, lo que importa es la porción con la que se participa en el reparto de los recursos, bienes o servicios públicos. De tal práctica participan tanto el solicitante de una acción estatal y el determinador de una política como el intermediario que pueda realizar la operación válidamente, ampliándose la lista de acuerdo al tipo de trámite o proceso adelantado o en relación a su complejidad y dimensión presupuestal.
[7] Los resultados de los cuatro procesos electorales en los que se ha elegido representantes afrodescendientes dan cuenta de ello. En la lista de representantes figuran  Zulia Mena, Agustín Valencia, María Isabel Urrutia, Willington Ortíz, Silfredo Morales, Yahir Acuña y Heriberto Arrechea;  con disimiles niveles de protagonismo, participación, liderazgo y reconocimiento entre las organizaciones del movimiento afrodescendiente en el país. El proceso de dispersión de esta fuerza electoral resulta evidente al presentar 67 listas con 170 candidatos disputándose 2 curules en los comicios del 2010.
[8]La Conferencia Nacional de Organizaciones Afrocolombianas  -CNOA-  es una convergencia de 264 organizaciones inscritas hasta el momento. En la CNOA confluyen organizaciones de mujeres, jóvenes, personas en situación de desplazamiento, Consejos Comunitarios y Organizaciones Urbanas; así como organizaciones de primer nivel y segundo nivel como redes y articulaciones; también la conforman organizaciones que desarrollan trabajos a nivel local, regional, nacional e internacional”, tal como se lee en su página web www.convergenciacnoa.org
[9] El Proceso de Comunidades Negras de Colombia (PCN) es una red de organizaciones afrocolombianas que en la década del 90 se articuló en torno a la defensa de los derechos étnicos, culturales y territoriales. Su ideario está animado por los principios de “1. Afirmación del SER Reafirmación de la identidad cultural de las Comunidades Negras. 2. Espacio para SER La defensa del territorio ancestral de las Comunidades Negras y del uso sostenible de los recursos naturales. 3. Ejercicio del SER La participación autónoma de las Comunidades Negras y sus organizaciones en el proceso de toma de decisiones que las afecten. 4. Una Opción Propia de FUTURO. La defensa de una opción de desarrollo acorde con las aspiraciones culturales de las Comunidades Negras, y cultural y ambientalmente sostenible. 5. Solidaridad. Aportar desde las particularidades a la lucha de las Comunidades Negras y demás sectores por la reivindicación de sus derechos y por la construcción de un mundo mas justo”, según se lee en su página web www.renacientes.org.

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