domingo, 2 de octubre de 2011

El mito de la maternidad europea


Sus antepasados -le dijeron- habían venido desde un continente de cataratas y jirafas, hacinados en fétidas bodegas, pero habían sufrido cruzamientos con conquistadores que nos dieron la lengua, la religión y las pestes...
Alfredo VANIN
Oportunidad para un condenado a muerte.

La palabra Europa se nos está quedando pequeña y ambigua en un mundo, una vez más, ampliado.
Francisco RODRIGUEZ.

El tiempo histórico es un tendido de circunstancias que dan cuenta de la vida y la muerte del mundo humano. Pero la vida humana no es solo acontecimiento y finitud; es igualmente presencia y duración. Lo finito y lo durable confluyen en la construcción que hacemos de cada época y en las circunstancias en las que se escenifican las figuraciones de la existencia humana, con las que damos cuenta de la creación de nuestro mundo, su significado y su traducción como patrimonio y legado.
Encontrarnos la ruta que, finalmente, conlleve el reconocimiento étnico, requiere situarse en dos movimientos diferentes en relación con dicho patrimonio; uno en retrospectiva y otro en prospectiva, que llevan a gestar una arqueología del tiempo histórico y una etnología de la continuidad, ambos más allá de la cultura material[1]. El primero nos libera de las ficciones mientras el segundo nos lleva a evitar los anacronismos. Uno y otro se vinculan al mito, que aparece al momento de rastrear las coordenadas sobre las que se articula la presencia, significación y continuidad de una nación y una etnia.


Mito y mentira
El mito no es una enfermedad de la memoria ni una anormalidad en la producción de sentido, sino el alimento mismo de las realidades políticas, que son históricas.  El mito es un lenguaje, dice Barthes; y “la mitología  participa de una manera de hacer el mundo (…) un acuerdo con el mundo; no tal como es sino tal como quiere hacerse. (…) Justificado por lo político el mito se encuentra, sin embargo, alejado de la política[2].
El mito nutre la vida política como el alimento al cuerpo. Más allá de su lectura antropológica, el mito político subsiste en los discursos, en las palabras y las acciones, en los usos de las palabras; en las metáforas acuñadas en el tiempo que, finalmente, revelan las tensiones y pulsiones de cada época, de lo que hay más allá de sus acontecimientos; sino consolidando, hilvanando los hilos de la cultura y la trama de la nación y las ciudadanías[3]
El ejercicio descolonizador no es entonces del mismo talante que un supuesto afán desmitificador. Mito y mentira son dos construcciones diferentes, signadas por la distinción entre representación y encubrimiento[4].
Mientras en la representación mítica resulta necesario remitirse al ritual del argumento construido socialmente a lo largo del tiempo, la mentira acude a la retórica del lenguaje llano y consciente de quien la propone e intencionalmente la instrumentaliza; sin ritmo dialéctico ni mediación alguna. Un cálculo de la oratoria para producir historias, cuyo argumento se revela vacuo.
En un ámbito narrativo, el cineasta Wim Wenders presenta la tensión entre el mito y la mistificación de la siguiente manera: “Rechazo totalmente las historias, pues para mí engendran únicamente mentiras, y la más grande mentira consiste en que aquellas producen un nexo donde no existe nexo alguno. Empero, por otra parte, necesitamos de esas mentiras, al extremo de que carece totalmente de sentido organizar una serie de imágenes sin mentira, sin la mentira de una historia”[5].
Mito y mentira irrumpen en el universo social y lo condicionan desde construcciones diametralmente opuestas. A mi juicio, el encubrimiento de la mentira, resulta perverso. Muchos son ya los momentos en los que los resortes de la argucia han evidenciado su incapacidad para continuar alongándose, retrayéndose por el efecto recortante de los nuevos tiempos, del cambio de época, de las revisiones de sentido, de la denuncia del encubrimiento. El mito, también sometido al mismo procedimiento, por el contrario se limpia de costras y engaños, evidencia su plasticidad, se remoza, se actualiza y toma vida nuevamente; producto de su capacidad recreativa con la que construimos nuevas realidades, las dotamos de comprensión y significamos las relaciones y los vínculos societales y étnicos.  
La pervivencia del mito resulta capital a la hora de convertir los acontecimientos políticos en parte de la herencia simbólica de una nación y prefigurarlas en las metáforas de la nacionalidad y de la étnia, conscientes de que, con el paso del tiempo, surgen en torno a ellas hiperinflaciones y desfiguraciones lustrosas en torno a los himnos, las batallas, los hitos, las rutas educativas, los discursos, las relaciones de odio, discriminación, reciprocidad, cooperación y solidaridad; las filiaciones y las tensiones, los cuerpos, la sexualidad, los fenotipos; los encuentros y desencuentros entre las gentes del pueblo y las elites, los relatos victoriosos y los olvidos convenientes.

Desesuropeizar la reconstrucción mítica
De manera concreta, la descolonización de la historia y de la traducción patrimonial[6] busca trascender el momento para leer la situación y la estructura a partir de las huellas que otras épocas han dejado, de las acciones que gestaron y los discursos que animaron dichas acciones. Por esta ruta, se provee a las ciencias sociales de herramientas que, más allá del pragmatismo identitario y del consumo cultural, avancen en la excavación de los cimientos históricos, culturales y políticos de tal calado que permita comprendernos en nuestro pasado, con la vida cotidiana y con las diversas incorporaciones manifiestas en nuestra actualidad, cargadas en la cuenta del porvenir como grupos étnicos y como sujetos para los que la reconstrucción mítica comporta un diálogo entre pasado, tradición e invención; articulador del presente.
Dado que “las relaciones entre lugar, identidad y cultura son de geometría variable y están en permanente transformación[7]; un ejercicio en la arqueología del pensamiento y la etnología de la continuidad tras las mentalidades y las ideologías asociadas a la construcción étnica, resulta siempre necesario para ensanchar las fronteras de las Ciencias Sociales, ponerlas en situación y llevarlas a reconocer las intersecciones que el tiempo pasado produjo, creando el presente y sembrando el futuro. Más allá de la lectura de la historia como un museo, incluso como museo viviente, se trata de articular una comprensión de la historia como pasado en movimiento; como memoria vivida[8].
El encuentro con los mitos políticos nos lleva a advertir que la historia no es un museo y, muy por el contrario, si resulta siendo un ámbito de encuentro en el que se sucede “esa relación entre lo vivido y  lo recordado, lo observado y  lo narrado a la posteridad por quien “lo ve” u “oyó” (y a su vez lo cuenta a aquel otro que “lo escribe” o lo transmite, siendo así conservado en la “memoria”), esa íntima conexión que la historia del presente despliega a veces como si se tratase de una “novedad” (…develando los) usos políticos e ideológicos del discurso histórico[9].
Así, los sucesos de finales del siglo XV y en especial los que se gestan a partir del siglo XVI no son, simplemente, un acontecimiento europeo como cierto centrismo étnico y xenófobo quiso entenderlo por mucho tiempo. Por el contrario, estos son momentos articuladores de la americanidad y se convierten, de igual manera, en nuestra entrada a la africanidad.
En este contexto, América es el lugar en el que se sucede la confluencia impensada de tres mundos, cuyas consecuencias convertirán a esta región del globo terráqueo en el escenario de las más diversas y renovadas formas de opresión y aculturamiento, tanto como en el asiento de un rico mestizaje cuya hibridación transcultural acarreará largos debates por nuestra significación identitaria[10].
Tal como escribe Rina Cáceres, Cuando Leonardo Da Vinci pintaba  La Última Cena y Miguel Ángel El Juicio Final en la Capilla Sixtina, tres historias paralelas se empezaban a desarrollar más allá de los mares. Por un lado, la América indígena, convulsionada por la conquista, las enfermedades y los desplazamientos forzados, daba paso a una paz relativa, en 1542, con la promulgación de las Leyes Nuevas que habían suspendido por lo menos de manera oficial la esclavización y la venta de los indígenas. Por otro lado, en África, y como resultado de conflictos políticos y nuevos proyectos económicos, cientos de trabajadores eran vendidos como esclavos para las plantaciones azúcareras (…) En el medio, un cúmulo de pequeños y medianos comerciantes, lo mismo que un puñado de firmas comerciales y casas de banco europeas, como la Real Compañía de Guinea y la South Sea Company, se apresuraban a instaurar las grandes compañías de compra y venta de trabajadores esclavizados”[11].
En el mismo sentido, mientras en Inglaterra Shakespeare escribe Otelo y la tempestad, tragedias políticamente incorrectas, exaltando la una al gentil Moro que otros escritores habrían convertido en villano y cuestionando la otra la arbitrariedad del poderío dominante a inicios del siglo XVI, en las aulas universitarias españolas y en las cortes se debatía todavía sobre la justicia de haber preservado a los indígenas y la benevolencia de haber cristianizado a los africanos esclavizándolos.
Al llamar madre patria a España y su inserción en el mundo europeo; los historiadores, políticos y académicos no sólo cometen un grave error nacido del uso retórico de tal expresión; sino que dejan entrever el encubrimiento de una gran mentira: ¡Europa sería entonces madre y padre; la autosuficiencia de nuestra génesis constitutiva!
América, cuyo nombre no puede remitir sino al encuentro genésico y violento entre africanos, indoamericanos y europeos es la madre y el padre de sí misma. Su origen es, al mismo tiempo, su punto de partida. El origen de cada pueblo constitutivo, anterior a la presencia disruptiva que se gesta en el proceso de conquista ibérica del territorio originario americano y africano anuda cada historia particular; no la anula, pero la hace nueva; singular.
Como expondré adelante, la pelea sostenida por los delegados americanos en las Cortes de Cádiz revela su ineficacia en el hecho mismo de reclamar su ciudadanía española, cuando lo que correspondía era situarse en el horizonte dimensional de su particularidad Americana; con lo que se develan los propósitos de la elite criolla en la gestación republicana de las naciones de América. Incluso la religión opera en este propósito como instrumento mistificador en cuyo discurso se reinserta esta visión europeísta de la americanidad. Así queda visto cuando sacerdotes como Juan Fernández de Mompox adoptan la causa republicana y la difunden en sus catecismos, afirmando que “los americanos son y siempre serán iguales a los españoles, franceses, ingleses y romanos, y a toda nación existente, extinguida o futura, y por esta razón ningún hombre o nación tiene el derecho a gobernarnos, ni a pedirnos su obediencia sin nuestro consentimiento” (Citado en Rojas 2008, 303) 
Por supuesto, las razones de tal afán de incorporación corresponden con el propósito de la elite criolla de significarse en la historia de la que consideraban su madre cultural y biológica, ocultando de paso el origen mestizo de la gran mayoría de criollos nacidos de los continuos, frecuentes y prolongados escarceos sexuales entre españoles, indígenas[12], africanos y sus descendientes en América.
Mucho tiempo tardó el que las y los americanos llegáramos a advertir que Europa no es el mundo entero, ni la historia del mundo entero se resume en la historia europea; aunque a sus hijos les produzca fascinación repetir este ardid. El proceso histórico que lleva al desconocimiento planetario y a la vanagloria eurocéntrica no hace más que insistir en el papel jugado por quienes en esa parcela territorial y a partir de sus dominios técnicos en el arte de la guerra y en la invención del comercio con propiedades, invadieron, colonizaron, arrasaron y homogeneizaron mundos y civilizaciones tan ricas e imponentes como las suyas. Amo, depredador y europeo, así vistos; son sinónimos.
Es esta capacidad depredadora la que alimenta el espejismo de la novedad europea y la negación de culturas milenarias asiáticas, africanas y precolombinas y devela el robo histórico que sitúa, por ejemplo, la filosofía y la matemática asiática en viaje hacia Grecia e Italia, al tiempo que ignora a Egipto, China y Mesopotamia como la cuna de los procesos civilizatorios que harán posible el surgimiento de occidente, del que por mucho tiempo, se pensó centro, síntesis y razón.
La invisibilización del otro y la conversión de la propia identidad en la identidad del dominador, soportan un escenario geopolítico en el que la barbarie europea se impone sobre imperios, pueblos y naciones de historias negadas a su paso por América o por África, como por toda otra región del globo que conocieron, depredaron y sitiaron con macabros métodos:

“Entraban en los pueblos, ni dejaban niños ni viejos, ni mujeres preñadas ni paridas que no desbarrigaban y hacían pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en apriscos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría el hombre por medio o le cortaba la cabeza de un piquete o le descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de las tetas de las madres por las piernas y daban de cabeza con ellas en las peñas. Otros daban con ellas en ríos por las espaldas, riendo y burlando, y cayendo en el agua decían: “bullís, cuerpo de tal”; otras criaturas metían a espada con las madres juntamente, y todos cuanto delante de si hallaban (…) Otros ataban o liaban todo el cuerpo de paja seca: pegándoles fuego así los quemaban. Otros, y todos los que querían tomar a vida, cortábanles ambas manos y dellas llevaban colgando y decíanles: “Andad con cartas”, conviene a saber, lleva las nuevas a las gentes quetaban huidas por los montes. Comúnmente mataban a los señores y nobles desta manera: que hacían unas parrilas de varas sobre broquetas y atábanlos en ellas y poníanles por debajo fuego manso, para que poco a poco, dando alaridos en aquellos tormentos, desesperados, se les salían las ánimas”[13].
Cierto es que no es sólo el espíritu de barbarie el que animó a Europa, asuntos a los que se han dedicado otros con muy buenos argumentos[14]. De igual manera, resulta claro que no podemos dedicar nuestros esfuerzos en la reconstrucción de una geografía del odio o a la sociología de la victimización por parte de Europa; en ese propósito, diversos historiadores han gestado una historia truculenta que destaca a esclavizados como Juan Garrido, Juan Valiente, Sebastian Toral, Miguel Ruíz, Antonio Pérez o Juan Beltrán como corajudos conquistadores negros, destacando su presencia al lado y como adelantados de los clásicos conquistadores españoles; poniendo al margen la situación de esclavización en la que arribaron y permanecieron en América hasta el momento en que algunos de ellos recibieron cédulas de emancipación o tratamiento de libres y negando el genocidio indígena perpetrado por los españoles, a los que ahora se acompaña de diligentes auxiliares ladinos[15].


Africanizar tanto como despeuroepizar


Con todo, debemos reconocer que si a Europa heredamos con imposición la lengua, tradiciones religiosas y culturales grecolatinas, anglosajona y judeocristianas cuyo valor marca nuestra actual otredad, también de ellos recibimos los horrores y el espanto de una conquista sanguinaria y una colonización avasallante y hostil inscrita en nuestra historia y en nuestra piel, con la que urge hallar los rumbos de la negociación y la reconciliación.
Pese a que valoremos y vivamos en el reconocimiento de una valiosa tradición en la que Europa está igualmente presente; en la constitución de la filiación americana, el antecedente europeo se convierte, insisto, en uno de los elementos referentes significativos; sin embargo, resulta impostergable producir un reconocimiento semejante a los herederos del jaguar y la anaconda, tanto como a los hijos del tambor, de la estirpe de faraones; cuya presencia cultural contrasta con las prácticas de homogeneización y absorción cultural a las que resisten, enfrentan y arrumban.
Contra las y los africanos que padecieron sobre sí la rudeza del sistema económico y social de subyugación europeo y fueron convertidos en esclavos al apresarles, embarcarles, descargarles medio muertos y forzarles a trabajos hechos en condiciones de inhumanidad, se cometió un crimen que aun permanece en silencio y sin reparación, con lo cual permanece abierta la herida que da cuenta de cómo el africano esclavizado, fue bautizado, sometido al cristianismo, bañado de los rasgos externos de su procedencia y origen geográfico y cultural, castigado hasta el cansancio que condenó al olvido su propia lengua para adoptar el castellano, el inglés, el portugués y el francés. En fin, desafricanizado y transformado genéricamente en negro. La ideología biológica que racializó su esclavización, fue asumida como un rasgo evidente de barbarie, imbecilidad y animalidad. La procedencia africana, lejana al Estado, la sociedad y la Iglesia europea, sirvió como excusa para justificar la carga de indignidad e inhumanidad con que la esclavitud fue bendecida. Al convertir al africano en negro, se le creyó converso y ¡quien lo creyera! civilizado. 
Será precisamente el intento de convertir al otro  a la propia religión y tradición cultural lo que caracterizará la dimensión avasallante de la esclavitud. El europeo esclavista[16], católico y xenófobo, buscará por todos los medios negar la identidad de los africanos arrancados de su territorio implementando prácticas de separación  de naciones, pueblos y familias, reparto territorial,
Peor aún, la carga histórica de la colonización y esclavitud ha venido a significar una especie de desafricanización de la cultura latinoamericana, que sacraliza y maternaliza la tradición europea grecolatina y anglosajona, que pervive en nuestros usos y costumbres, romantiza la subyacente evidencia de las culturas amerindias y desnaturaliza los rasgos estructurantes de la africanía en nuestra presencia cultural mestiza. Así, “el papel terrorista, escandalosamente desagregador, que en nuestros países ejerce el dogma racial, tanto bajo sus formas negrófobas como bajo los más refinados disfraces, ha acostumbrado a las mentalidades a considerar el aporte africano como una adjunción no armónica a conjuntos socioculturales bien organizados de antemano[17]. Así, entre nosotros América es latina o anglosajona; más no africana, negando la riqueza cultural existente de manera originaria entre las y los africanos esclavizados.
Ciertamente, entre las y los millones de africanos sometidos a esclavitud habría mujeres y hombres poetas, músicos, artístas plásticos, filósofos, médicos, religiosos y demás cultores de las artes, los oficios creativos y el pensamiento. En los relatos tardíos y autobiográficos que pudieron ser conservados, escritos por africanos esclavizados[18] se puede observar que también ellos sucumbieron ante el avance arrasador del europeo esclavista, condenando al olvido y a la negación dichas prácticas intelectuales[19].
Dado que el esclavista sólo requería del esclavizado su potencia muscular para los oficios rudos en los que le ocupaba la mayor cantidad de tiempo posible, en nada motivó su intelectualidad y, muy por el contrario, reprimió, satanizó y ocultó cualquier evidencia de instrucción y de cultivo literario o filosófico que pudiera resultar útil al propósito de su liberación. Incluso en el caso de los esclavizados dedicados a tareas domésticas, en mucho fueron severamente castigados al hallárseles en tareas revolucionarias como la lectura o la escritura en nombre propio o en el de su origen[20].
Además, muchas de las naciones africanas, no contaban con lengua escrita, con lo cual la distancia cultural entre el esclavista y el esclavizado impedía en buena medida la traducción de sus deseos, reclamos, desgracias, penalidades, vivencias, anhelos e imaginarios; los cuales muy seguramente se contaban entre los africanos esclavizados, sus hijos e hijas y compañeros de infortunios en una lengua inaudible para la muy poco filantrópica sensibilidad europea.
Contra toda evidencia, en los cuerpos y en las mentes de las y los africanos que padecieron sobre sí el yugo esclavizador estaban y permanecieron sus creencias, costumbres, tradiciones; su herencia cultural, cuyas huellas apuntalan la cultura popular triétnica en el Pacífico tanto como en el Atlántico[21].
Cuando se acepta alguna significación en la versión oficial de la historia, se ve en África un aporte menor que pervive entre tambores y formas festivas, desligadas de la cultura nacional y más aun de las tradiciones hegemónicas del poder, para el que áfrica parece ser una anécdota  caprichosa que se visualiza en el color de la piel de algunos de los que habitan este territorio. En la cultura oficial, la africanía padece el mismo mal de los extranjeros: está siempre en condición de paria, sin que llegue a reconocérsele cabal identidad; como si la americanidad sobreviviera sin africanía.
Por ello, en el trabajo histórico identitario afro e indoamericano, una herramienta fundamental la constituye la urgencia de restituir también para el anglo, ibero, franco y lusoamericano la dignidad negada en un negocio indigno; desmitificando un relato histórico prosaico en el que el pillaje, el genocidio y la esclavización son leídos como simples anécdotas, casi como picardías del momento; incluso por las subsecuentes prácticas de la población criolla o euroamericana que, en contra de la población originaria y de origen africano, “asumió el papel de amo, si bien al mismo tiempo fue esclava de Europa Occidental y Estados Unidos”[22].



[1] No estoy proponiendo el inicio de nuevas subdivisiones de la ciencia política dedicadas a algo así como la descripción política de la cultura material. Al contrario, lo que se busca es reconocer una confluencia metódica que incorpora la causalidad, el cambio y la continuidad en el abordaje de las épocas y las mentalidades, en una disciplina que, como la ciencia política, no pretende realizar abordajes a la cultura material o a los objetos, monumentos o incluso a presencias fijas en la tradición oral, asuntos propios de arqueólogos y etnólogos de oficio, historiadores y antropólogos. La ruta que he seguido en torno a la cultura inmaterial y la política, pasa por los clásicos Paul RIVET, los orígenes del hombre americano, FCE, 1960; Michel FOUCAULT. Arqueología del saber. Siglo XXI, 1970 y Clifford GEERTZ. Los usos de la diversidad. Paidós, 1996. Dos trabajos recientes que me han resultado igualmente importantes en este propósito han sido: Carlos Vladimir ZAMBRANO. Ejes políticos de la diversidad cultural. Universidad Nacional, 2006 y Linda LASKY. La noción del tiempo. Plaza y Valdés, 2002
[2] Roland BARTHES. Mitologías. Siglo XXI, 4ª ed., 2005, p. 253-254
[3] Continúo aquí un juego con palabras; no en el sentido recreativo sino decisional o interactivo, aprendido de María Teresa Uribe, para quien nación, ciudadano y soberano son las tres figuras constitutiva de la modernidad: “sin soberanía el ciudadano no puede exigir derechos ni participar activamente en los asuntos públicos y la Nación  termina por convertirse en una ficción, en una forma agónica y vacía que ya no representa a las comunidades nacionales ni al corpus político de los ciudadanos”.
[4] Sobre el mito político existen muchas y muy diversas lecturas e interpretaciones; tanto la de aquellos para los que el mito llena los intersticios entre lo real y lo ficticio como la de quienes afirman que el mito es ‘el ídolo más peligroso en los confines políticos’. Entre unos y otros e sitúo en la restitución de su significación. Remito a Manuel GARCÍA PELAYO. Los mitos políticos. Alianza, 1981; Ernst CASSIRER. El mito del estado. 2ª ed., FCE, 1996; Roberto ESPOSITO. Confines de lo política: nueve pensamientos sobre la política. Trotta, 1996; Gemán CARRERA DAMAS (ed.). Mitos políticos en las sociedades andinas: orígenes, invenciones y ficciones.  Equinoccio, 2006.
[5] Wim Wenders Citado en Nestor GARCÍA CANCLINI. «Narrar la multiculturalidad.» Revista de crítica literaria latinoamericana Vol. 21, Nº 42, 1995, p. 19.
[6] El patrimonio es mucho más que la cultura material preservada; por lo que las referencias al mismo en este texto apuntan al reconocimiento y entronización de la ancestralidad como categoría distintiva del legado histórico, que se recrea entre el cambio y la continuidad. La ancestralidad no remite ni al paso de los años ni exclusivamente al pasado de las sociedades o las etnias, sino a la comprensión y a significación de la memoria viva y vivida en tanto en la pervivencia continua como en las rupturas epocales.
[7] Michel AGIER. “Identidad cultural, identidad ritual: una comparación entre Brasil y Colombia”. Afrodescendentes en las Américas; trayectorias sociales e identitarias. Claudia Mosquera, Mauricio Pardo y Odile Hoffman (ed). Universidad Nacional, ICANH, 2002, p. 206
[8] Paul RICOEUR. “El ocaso de la retórica” La metáfora viva. Ediciones Cristiandad, 2001, p. 68
[9] Elena HERNÁNDEZ SANDOICA. Tendencias historiográficas actuales: escribir historia hoy. Akal, 2004, p. 518. Esta manera de escribir y comentar la historia enfrenta igualmente al hablar por otros con el hablar del otro. Véase la introducción de: María Cristina NAVARRETE. San Basilio de Palenque: Memoria y tradición. Surgimiento y avatares de las gestas cimarronas en el Caribe colombiano. Programa Editorial Universidad del Valle, 2008, p. 13 - 19 y Jorge CAÑIZARES ESGUERRA. Cómo escribir la historia del Nuevo Mundo. FCE, 2007.
[10] Debates estos que se recogen incluso en el nombre del continente. Esta tensión teórica y práctica expresa una dialéctica confilctual en la que hegemonías y vanguardias políticas y académicas enfrentan sus concepciones de lo real y lo imaginado en torno a los sentidos, contenidos y significados de las nacionalidad y la identidad cultural y política de esta región del mundo. Véase: Miguel ROJAS MIX. Los cien nombres de América. Editorial Universidad de Costa Rica, 1991.
[11] Rina CÁCERES (comp). Rutas de la esclavitud en África y América Latina. Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2001, p. 10
[12] Hago consciente el problema de cómo llamar al habitante primigenio de la América prehispánica y preafricana. Como digo, lo primero que el indígena y el africano perdieron en el tropezón con Europa fue su nombre, pese a los intentos posteriores de apelar a una determinada significación en voz propia, infructuosos hasta ahora.
[13] Bartolomé DE LAS CASAS. Brevísima relación de la destruición de las Indias. Castalia, S.A, 1999, p. 80
[14]Ver: Norbert ELIAS. El proceso de la civilización. FCE, 1988; Francisco RODRIGUEZ ADRADOS. ¿Qué es Europa? ¿Qué es España? Real Academia de Historia. España, 2004;  Eugenia ACOSTA SOL. Prontuario de historia de la cultura en occidente. Instituto Politécnico Nacional, 2003.
[15] Véase: Mathew RESTALL. “”Conquistadores negros: africanos armados en la temprana Hispanoamérica”. Pautas de convivencia étnica en la América Latina colonial. Juan Manuel de la SERNA. UNAM, 2005, p. 19 – 72; ideas que aparecen igualmente en el capítulo tercero de su libro Los Siete mitos de la conquista española, Paidós, 2004.
[16] Al negocio con seres humanos esclavizados, en su versión renacentista y moderna, se dedicaron muchos países de Europa. Desde 1444, Portugal se lanza a dicho comercio con la importación de 235 Africanos. En el proceso de expansión naviera en la península ibérica, la España de los Reyes Católicos Isabel y Fernando y la Portugal de Juan II, se reparten rápidamente las costas africanas y América a consecuencia de la autorización del Papa español Alejandro VI, conocida como Tratado de Tordesillas, pero llegan tarde al comercio esclavista expansivo.

Holanda, Francia y, especialmente, Inglaterra, a inicios del siglo XVII han construido una industria esclavista legal y expansiva, controlando prácticamente todas las rutas en las que han incursionado en el rentable negocio de la esclavitud, pese a la disputa intelectual sobre los fundamentos de libertad y la defensa de la esclavitud, impulsada, entre otros, por filósofos ilustrados y esclavistas como Jhon LOCKE y otros adalides del liberalismo y la teoría constitucional, como James MADISON. Véase por ejemplo el libro de Domenico LOSURDO ya citado. Sobre los mecanismos de la trata esclavista remito a Germán PERALTA RIVERA. Los mecanismos del comercio negrero. Interbanc, Lina, 1990, Hugh THOMAS. La trata de esclavos historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870. Planeta, 1998 y el capítulo IV de Yaan MOULIER-BOUTANG. De la esclavitud al trabajo asalariado: economía histórica del trabajo asalariado. Akal, 2006.
[17] Rene DEPESTRE. “Saludo y despedida a la negritud” En: En: Manuel MORENO FRAGINALS (relator). África en América Latina. Siglo XXI, 3ª ed., 1996, p. 339
[18] Pocos en verdad aparecen hoy. Son célebres dos autobiografías, “la interesante narrativa de la vida de Olaudad Equiano”, de 1789 (editada en inglés nuevamente por Coffeetown, en 2008) y  en Español, la “Autobiografía de Juan Francisco Manzano”, de 1839 reproducido con estudio previo de William LUIS, editado por Iberoamericana, 2007, así como  “Biografía de un cimarrón”, transcripción del relato oral de Esteban Montejo hecha por el antropólogo cubano Miguel Barnet, editado por Ariel, 1968. En Colombia no se conoce ningún escrito semejante.
[19] Así, resulta ramplón que en el estudio dirigido por Carlos ALTAMIRANO. Historia de los intelectuales en América Latina. Katz editores, 2008, no se hace siquiera alusión a la noción intelectuales esclavos o esclavos letrados. Ello evidencia el absoluto desconocimiento respecto del dominio de saberes y del pensamiento africano que acompañó al esclavizado; desconocimiento que, además, hace evidente la inexistencia, fragmentación o la precariedad del rastreo de fuentes disponibles, lo cual para Jorge Myers, autor de la introducción de dicha obra, justifica la opción de centrar “el análisis de las prácticas culturales asumidas por los expertos de la palabra durante el régimen colonial (…) casi exclusivamente en aquellas desarrolladas por españoles y portugueses”. p. 30
[20] Dado que leer y escribir fueron consideradas muestras de ilustración en un mundo de iletrados, podemos suponer que, en el proceso de blanquamiento, aquellos que por su mestizaje biológico y cultural evidenciaban la desafricanización intencionada del mundo colonial habrán hecho uso de este saber para camuflarse e integrarse. Los estudios en torno a la correspondencia y escritos de los subalternos son aun incipientes en Colombia, por lo que desconocemos lo que podrían haber escrito y narrado con esta estrategia de resistencia. Los estudios de la suballternidad no se remiten solamente a la crítica de la posición hegemónica sino igualmente a la restitución del discurso contrahegemonico en la historia. Al Respecto: Ingrid Johanna BOLIVAR. “La construcción de la nación: debates disciplinares y dominación simbólica”. Colombia Internacional, Nº 62, Julio-Diciembre, 2005, pp. 86-99; Jhon BEVERLEY. “La persistencia del subalterno”.Nómadas, Nº 17, Octubre,  2002, pp. 48-56 y Jhon BEVERLEY. Subalternidad y representación. Debates en teoría cultural. “El subalterno y los límites del saber académico”, Introducción. Iberoamericana, 2004:
[21] Para la muestra, la descripción del baile popular que hace Joaquín Posada Gutierrez: “Para la gente pobre, libre y esclavos, pardos, negros, labradores, carboneros, carreteros, pescadores, etc., de pie descalzo, no había salón de baile ni ellos habrían podido soportar la cortesanía y circunspección que, más o menos rígidas, se guardan en las reuniones de personas de alguna educación, de todos los colores y razas. Ellos, prefiriendo la libertad natural de su clase, bailaban a cielo descubierto al son del atronador tambor africano, que se toca, esto es, que se golpea, con las manos sobre el parche, hombres y mujeres, en gran rueda, pareados, pero sueltos, sin darse las manos, dando vueltas alrededor de los tamborileros; las mujeres, enflorada la cabeza con profusión, lustroso el pelo a fuerza de sebo, y empapadas en agua de azahar, acompañaban a su galán en la rueda, balanceándose en cadencia muy erguidas, mientras el hombre, ya haciendo piruetas, o dando brincos, ya luciendo su destreza en la cabriola, todo al compás, procuraba caer en gracia a la melindrosa negrita o zambita, su pa reja. Como una docena de mujeres agrupadas junto a los tamborileros los acompañaban en sus redobles, cantando y tocando palmadas, capaces de dejar hinchadas en diez minutos las manos de cualesquiera otras que no fueran ellas. Músicos, quiero decir, manoteadores del tambor, cantarinas, danzantes y bailarinas, cuando se cansaban, eran relevados, sin etiqueta, por otros y por otras; y por rareza la rueda dejaba de dar vueltas, ni dos o tres tambores dejaban de aturdir en toda la noche.
(…)Los indios también tomaban parte en la fiesta bailando al son de sus gaitas, especie de flauta a manera de zampoña.” Joaquín POSADA GUTIERREZ. “Fiestas de la candelaria en la Popa”. En: En: AA.VV. Museo de cuadros de costumbres I. Bogotá,  F. Mantilla, 1866. Versión digital de la Biblioteca Luís Angel Arango, disponible en: http://www.lablaa.org/blaavirtual/literatura/cosi/cost13.htm
[22] Walter MIGNOLO. La idea de América Latina: la herida colonial y la opción decolonial. Gedisa, 2007, p. 71




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