Con más frecuencia de lo
imaginado, quienes participamos de procesos de diálogo y concertación política
en diferentes escenarios relacionados con la vivencia y significación de la
afrodescendencia, especialmente aquellos de incidencia en la gestación e
implementación de políticas públicas debemos absolver la inquietud, no siempre
ingenua, de quienes insistentemente nos preguntan por qué a los
afrodescendientes siempre (dicen) nos ven desunidos y desorganizados, mientras los
indígenas se ven tan unidos y “han logrado tantas cosas en tan poco tiempo”.
Sumado a ello, quienes así nos interpelan, funcionarios públicos habitualmente,
apostillan reiterando que “es tan difícil organizarlos” como si tales dinámicas
fueran de su resorte.
Sin embargo, retirando de
la pregunta lo que de maniqueísmo y desconocimiento histórico comporta tan
estéril reclamo comparativo y eliminando la necesidad de que las diferentes
expresiones organizativas afrodescendientes se recojan de modo ramplón en un unanimismo
dictatorial, resulta fundamental que nos preguntemos por la calidad de nuestros
procesos organizativos, su capacidad de incidencia y la urgencia por
desmantelar viejas prácticas de personalismo y clientelización instaladas a lo
largo de siglos practicando la máxima de dividir para vencer; en el propósito
de gestar condiciones para la instalación de instrumentos públicos de
incidencia consistente en el desvertebramiento de desigualdades e injusticias
institucionalizadas y estructurales.
Lo
público: la bolsa del benefactor o la ley de Herodes
Asumir que “la práctica
clientelar constituye un esquema de estructuración del conjunto de la sociedad,
no relegado a ningún sector social en particular, en el que la estratificación
social del conjunto se dirime mediante los diferentes niveles y grados de
acceso que cada grupo o sector social tiene a los mecanismos públicos de
asignación” (Machado Aráoz
2007, 348) ,
nos lleva a pensar que con los organismos estatales se articula un modelo
relacional en el que la transacción se convierte en la manera típica de
interactuar los grupos de ciudadanos y sus liderazgos individuales o colectivos,
en aquellas instancias determinantes para producir la captura de recursos
disponibles. Ello en sí mismo no implica ni corrupción ni apropiación de tales
recursos sino que expresa un modo de organizar la gestión de lo público a favor
de la maximización de intereses, de acuerdo a la capacidad de influencia y las
estrategias desplegadas por los solicitantes respecto de los operadores del
sistema de regulación y distribución pública.
De esta manera, lo que
ocurre es que “tales grados de acceso a los resortes distributivos del estado
reflejan las capacidades diferenciales de actuación política de los grupos y
sectores sociales” (Idem), provocando un ejercicio competitivo entre dichos
grupos y sus liderazgos por ampliar las ventajas y las oportunidades
disponibles para insertarse eficazmente en el reparto de los bienes públicos,
incluida la asignación de cargos burocráticos, la selección de operadores de
programas y proyectos y la contratación de diferentes tareas y acciones
institucionales delegadas o subrogadas.
La racionalidad de tal
proceso da cuenta de cómo el reparto de bienes y servicios de las entidades
oficiales opera un conjunto de prácticas con las que los funcionarios del
estado, las empresas privadas, las organizaciones de distinto índole y los
liderazgos comunitarios alimentan el flujo de intercambios tras el consumo de
recursos públicos. En un escenario como este, mujeres y hombres mestizos,
indígenas y afrodescendientes de manera personal o mediante diferentes procesos
de representación, procuran influir eficazmente en la asignación de recursos
para su colectividad, población o grupo étnico sin que ello necesariamente
implique articularse como proveedores de votos electorales; tal como esperarían
las y los funcionarios tras la concesión de lo que se entiende, generalmente,
no como la satisfacción de un derecho y si un favor o una dádiva que compromete
a quien la recibe con la prosperidad en las urnas de su benefactor y su
organización política.
Frente a las urnas, el
modelo se distorsiona. Cuando de lo que se trata es de continuar al frente del
aparato estatal o hacerse a él, los favores se cobran. El precio pagado
usualmente refleja el nivel de lealtad que el funcionario, entendido como
benefactor, reclama y que obtiene sin mayores miramientos por parte del
beneficiado; incluso si tal estipendio implica la renuncia o el compromiso de
principios, valores o postulados corporativos, identitarios, culturales o
étnicos; encapsulados como quedan en la prisión clientelar que responde al
mandato de “la ley de Herodes: o te chingas o te jodes” y “el que no tranza no
avanza”[1].
Hacerse aliado de una
persona con un cargo de influencia o alinearse en una corriente partidista
parecen entonces una alternativa razonable para quienes aspiran a favorecerse
con tal vinculación. De hecho, contar con este tipo de lealtad, alimenta el
sistema clientelar personalista en el que lo público se convierte en la bolsa
del benefactor, cuyo manejo celoso requiere el silenciamiento o la anulación de
los disensos y la concordancia o contribución con la operación rentista del
presupuesto y los servicios estatales.
Por ello, para un líder afrodescendiente
entrevistado por Piero Rivas Maldonado, “la
mayoría de los afros han estado dispersos en grupos políticos tradicionales y
cada quien se alinea con un cacique político regional o local fuerte en aras de
buscar solución a su problema individual,
entonces hoy en día eso nos diferencia de los indígenas que son más
colectivista en la búsqueda de espacios de poder” (Rivas Maldonado 2012) .
En sus palabras, este reconocido activista nos
informa brevemente sobre la observación que presentaba al inicio de este
escrito: en buena medida, la dispersión de las fuerzas políticas
afrodescendientes es el producto de un juego electoral en el que actores
provenientes de partidos políticos tradicionales; es decir, liberales,
conservadores e incluso partidos de izquierda con sus actuales desmembraciones,
han provocado intencionalmente fracturas en los procesos organizativos,
desarticulando de sus propias vertientes tal caudal electoral e incorporándolo
a cauces políticos controlados por la fortaleza de su propio prestigio como
intermediario o generoso benefactor, contribuyendo al mejoramiento selectivo de
las condiciones de vida de sus cófrades a cambio del alineamiento de su familia
electoral. Si bien de lo dicho por el informante no se desprende que los
indígenas no operen así, sí reconoce que estos han logrado conquistar un
‘espacio de poder’ que les permite entrar al juego de la transacción clientelar
movilizando como recurso político su propia capacidad para apoyar en las urnas
a sus candidatos, cuya unanimidad hoy está en entredicho[2].
Sean
como los indígenas
En el telón de fondo de
este juego, lo que resulta cuestionable no es tanto que una persona o un grupo
aspire a movilizar recursos estatales sino que los beneficios de tal acción
incrementen la renta propia a contracorriente de los beneficios societales,
ciudadanos, comunitarios o étnicos esgrimidos para reclamar el trámite
presupuestal o el tercie de los decisores de políticas públicas.
Resulta claro que la
organización política en los movimientos sociales, culturales y étnicos tiene
el propósito de avanzar en la instalación de condiciones para la transformación
de injusticias, desigualdades y desventajas que padezcan, lo que constituye el
centro de su ejercicio reivindicativo en procura de conquistar mayores desafíos
colectivos. Sin embargo, diferentes procesos de corrupción, que no son sólo
personales o individuales, desvirtúan tales expresiones organizativas al
constituirse en ventanas abiertas a la oportunidad de movilizar las fuerzas
políticas de la organización o lideradas en procesos de caudillaje y
adoctrinamiento a cambio de prebendas personales o corporativas, en contra de
la proyección de un movimiento político de mayor calado, sintonizado con la
defensa y realización de derechos colectivos.
En tal sentido, no puede
cuestionarse el grado de cohesión alcanzado por el movimiento indígena
colombiano, cuyas acciones de organización y actuación pública, especialmente a
partir de la nueva etapa constitucional colombiana, “abre el paso a la conversión de la indianidad en capital electoral y a
la multiplicación de candidaturas en nombre de nuevas fuerzas políticas” (Laurent 2010,
44) ;
habiendo convertido en una oportunidad favorable a su plan de vida el bajo peso
poblacional tras la estela histórica de haber sido esclavizados y diezmados,
las ventajas estratégicas del territorio ancestral habitado, la aparente
decadencia de algunas elites regionales (Peñaranda
2002, 134) ,
al parecer hoy activadas nuevamente tras los procesos de entrega de tierras a
las víctimas del desplazamiento, y la
capacidad de negociación con el Estado fortalecida por el peso creciente del
multilateralismo y la dependencia de recursos provenientes de la cooperación
internacional en la definición de políticas públicas.
Que el movimiento indígena
pueda organizar con éxito acciones de incursión e incidencia en la vida
política nacional y movilizar gruesas facciones poblacionales propias y
solidarias en las Mingas promovidas en las últimas dos décadas y que además
cuenten con partidos nacionales como ASI y AICO en un complejo escenario
político que acapara con voracidad y a altos costos buena parte de los votos de
los electores, resulta una experiencia singular digna de valorar por parte de
otros grupos étnicos; incluso en medio de los reparos a la eficacia de tal
proceso de movilización y diálogo con el gobierno nacional, junto a las
tensiones por los avales y la inconformidad de algunos de sus liderazgos ante
evidentes procesos de cooptación del voto indígena por organizaciones
partidistas no étnicas, lo que habría provocado la votación mayoritaria en
blanco en la circunscripción especial a la cámara de representantes por ese
grupo étnico en 2010 (Castiblanco
2010, 4) .
De hecho,
para 1998, Javier Duque ya advertía los efectos del quebrantamiento y la
parcelación en este proceso de participación política, en la medida en que “la fragmentación (…) ha impedido la
conformación de una organización nacional que unifique, aglutine y coordine a
las diversas comunidades indígenas del país; lo cual ha representado el
surgimiento de diversas organizaciones regionales que han incursionado en la
competencia electoral y ha conducido a que algunos candidatos indígenas actúen
por sus propias iniciativas y aspiraciones y participen en listas de otros
partidos, especialmente en las elecciones de 2003 y 2006” (Duque 2008, 178) .
Pese a la solidez con la
que suelen ser defendidos los logros alcanzados por las organizaciones de los
indígenas en el país, la tendencia creciente a la fragmentación
o agrietamiento político en este electorado se hace cada vez más evidente, por
ejemplo en la entrada de Partidos como el PDI y el PIN en la competencia
por el voto indígena, en la fabricación de avales para candidaturas mestizas, con
la compra de votos y el apoyo en algunos municipios a candidatos no indígenas,
sumada a la típica competencia al interior de una organización que se presenta
a las urnas[3].
Este escenario refleja el nivel de compromiso y
reconfiguración de lealtades que deberá enfrentar este movimiento en los
próximos años; mucho más si se tiene en cuenta que la práctica de dividir para vencer continúa siendo
impetrada por las organizaciones partidistas y las elites regionales y
nacionales interesadas en pescar en río
revuelto.
Prioridades
étnicas contra aspiraciones personalistas
Frente al
espacio ganado por el movimiento indígena, se cuestiona al movimiento
afrodescendiente colombiano su capacidad para producir hechos políticos que se
expresen de manera semejante en éxitos en las urnas y que signifiquen
igualmente mutaciones, transformaciones, solidaridades y recomprensiones en las
problemáticas visibilizadas y convertidas en barreras para el mejoramiento de
estas comunidades.
Tal
reclamo, gestado por fuera de los propios procesos organizativos, desconoce de
manera protuberante los impactos institucionales y estructurales tras los
siglos de esclavización, discriminación y arrinconamiento societal y geográfico
con los que se configuró el trato marginal a las y los afrodescendientes en “un país donde el racismo reinó
hegemónicamente silencioso” (de la Cadena 2010, 9) , bajo el manto
de procesos históricos de invisibilización y homogeneización con los que se
instaló la exclusión de la diferencia cultural de modo estructural,
institucionalizado y socialmente legitimado, en el proyecto de nación que
articulado a lo largo de dos siglos (Mosquera Rosero 2011) .
Para
cimentar el conjunto de demandas y reivindicaciones con las que se configura su
plataforma actuacional y política, liderazgos y organizaciones
afrodescendientes apelan a “una serie de
premisas como la historia compartida (la diáspora africana) y unos rasgos
culturales propios (tradiciones y costumbres) que se recrean en un territorio
común: la llamada cuenca del Pacífico. La tríada tierra-cultura-historia sería
el sustento de una comunidad negra que según la ley “revela y conserva
conciencia de identidad”, y a la que se le adscriben modos ancestrales y
comunitarios de organización, de ocupación de tierras, así como de uso y
apropiación de los recursos naturales” (Ruiz Serna 2006) .Cabe anotar que
quienes articulan su adscripción a la afrodescendencia en escenarios urbanos
suman tal particularidad al vínculo cultural e identitario con el Pacífico o el
Caribe colombiano, complejizando aun más la significación étnica en el país (Mosquera Rosero, 1998).
De manera
más realista, el reconocimiento de un conjunto abigarrado de organizaciones
viejas y nuevas da cuenta del afán organizativo al interior del movimiento
afrodescendiente; afán que, sin embargo, debe significar igualmente un
ejercicio de autocrítica inflexible, toda vez que, al desear ocupar los
espacios disponibles para hacer emerger y sostener las reivindicaciones
libertarias históricamente enarboladas en defensa de la incorporación a la
ciudadanía y al disfrute de derechos políticos, civiles, económicos, sociales,
culturales y ambientales de estas comunidades e individuos, se han configurado
igualmente organizaciones de papel y liderazgos antojadizos, enquistados y
venales, que ponen en riesgo la solvencia y el fortalecimiento de procesos
conquistados al fragor de las revueltas, movilizaciones y luchas del pueblo
afrodescendiente; cuyas formas de actuación sirven como caldo de cultivo a las
afirmaciones según las cuales son los propios liderazgos los que desvertebran
las acciones emprendidas, dilatan el avance en procesos de desarrollo étnico e
incluso instalan escandalosas prácticas de corrupción a diferentes niveles, sin
vincular tales ejercicios al sostenimiento de instrumentos de control
clientelar sobre tales liderazgos y sus familias electorales.
De hecho,
no pocas veces se utilizan dispositivos racializados que socavan la confianza
en la capacidad articuladora de procesos entre las y los afrodescendientes o
cuestionan la habilidad misma para dirigir y encausar eficazmente asuntos que
requieren saber, competencia o exigencia intelectual como estrategia para contener,
fraccionar o limitar el surgimiento de liderazgos, candidatos o representantes
afrodescendientes al margen de los sistemas de control clientelar sostenidos
hasta ahora. Incluso, de modo más osado, no pocas veces se enrostra a los
mismos activistas e intelectuales la acusación de racistas utilizando una
prédica incendiaria que activa formas de incitación al antagonismo,
animadversión y resentimiento entre ‘negros’
y ‘blancos’ (Reid Andrews
2007, 306)
que incluso son promovidas entre los mismos afrodescendientes, en prácticas de
endoracismo que invitan a reconocerse “negrito por fuera pero blanco por dentro”[4].
Frente a la capacidad del estado, la acción
institucional y la disposición de recursos con los cuales garantizar avances
significativos en el tratamiento de las problemáticas sentidas por las
comunidades de base, se instalan la súplica, la insistencia y el
carrusel burocrático[5]
como modalidades de intervención y procesamiento de las demandas y reivindicaciones
provenientes de colectivos, sectores, agrupaciones o grupos poblacionales y
étnicos que no tranzan o no se encuentran aun incorporados al modelo de
transacción clientelar en el que la gestión pública consiste en favorecer a los
amigos.
En esa dinámica
el desprestigio y la animosidad resultan evidentes. Un concejal de la ciudad de
Medellín, pese a saber que sus palabras estaban siendo grabadas y aparecerían
en una publicación académica, no tuvo problemas para afirmar respecto de las y
los líderes afrodescendientes que “cuando vienen a esta oficina uno sabe que
llegan es a pedir” (Rivas Maldonado 2012) . Con
cuatro periodos encima, seguramente al concejal no le falten razones para tal
afirmación. La investigadora y promotora de procesos organizativos Amanda
romero incluso aporta mayores argumentos al advertir que “las metodologías
patriarcales, sin embargo, tienen un impacto directo en varios de los
movimientos Afrodescendientes latinoamericanos, en la medida en que a menudo se
construyen liderazgos que no logran articularse a las necesidades básicas de
las comunidades, y antes por el contrario, se ubican dentro de una competencia
de personalidades afro que compiten por los fondos, el prestigio ante sus
iguales y el acceso a los círculos de poder económico, social, religioso y
político” (Romero Medina
2004) .
Sin
embargo, lo que queda por verse es si la consecuencia del funcionamiento de lo
estatal en torno a familias clientelares implicaría precisamente el desarrollo
de tal actitud limosnera en lo poco y acumulativa en lo protuberante, cuyo
gerenciamiento y gestión promueve prácticas de corrupción en las que se
alimenta la lealtad de liderazgos y clanes familiares electorales con recursos
públicos orientados a satisfacer tanto la voracidad acaparadora del corrupto, en
todos los lados de la cuestión[6], como los requerimientos o
demandas que efectivamente deban procesarse con la intervención de agentes
estatales. En el proceso, las y los líderes se hacen expertos en conocer las
oficinas, dependencias y cargos públicos que mueven los recursos, controlan el
presupuesto y deciden las acciones que se priorizan y las que se relegan no
siempre porque resulten inviables sino porque no existe “voluntad política”
para moverlas y situarlas en los soportes de la acción institucional, en buena
medida porque no se ve en ello rentabilidad electoral alguna ni beneficio
personal consistente que, por ejemplo, fortalezca el vínculo clientelar entre
un funcionario o servidor público y un barrio o población específica. En el
camino, territorios, sectores, poblaciones y grupos terminan por convertirse en
clientes del funcionariado, articulando familias electorales; leales en cuanto
se alimente la dinámica de beneficios mutuos que la enlaza y la vincula,
también en función de referencias étnicas; para lo cual resulta fundamental
contar con sujetos clave capaces de orientar, alinear y poner a votar a sus
huestes.
La
capacidad del movimiento afrodescendiente por desvincularse de prácticas
personalistas y emprendimientos clientelares está a prueba, como queda visto
por los sorpresivos resultados en la elección de representantes por la
circunscripción especial; en la que bien puede elegirse como representante
tanto a una activista consumada como a gente que puede ser muy conocida pero
intrascendente en el movimiento[7]. Si bien el tiempo
transcurrido en la articulación de organizaciones que reivindican derechos de
la población afrodescendiente es corto, especialmente si se considera que
apenas bajo el nuevo molde constitucional se instalaron en el país
instituciones e instrumentos jurídicos favorables a tal proceso actuacional, es
tiempo ya de evaluar los resultados y las razones para advertir fortalezas
tanto como severas debilidades tras dos décadas de intentar fallidamente la
implementación de iniciativas de articulación y expresión política decisoria.
Aunque
por todas las regiones del país puedan verse notorios y significativos avances
en los procesos de liderazgo, orientación de los asuntos públicos, gestación de
organizaciones y procesos vinculantes en convergencias y redes asociativas como
CNOA[8] y PCN[9], por ejemplo; el
movimiento afrodescendiente no cuenta aun con instrumentos políticos ni
plataformas de actuación concertadas capaces de configurar en el entorno local,
departamental y nacional un sujeto étnico movilizado electoralmente.
Como
quedó visto en la discusión del plan nacional de desarrollo, los procesos de consulta
previa a la comunidad afrodescendiente puede escamotearse, limitarse y
tramitarse por fuera de circuitos participativos amplios y consensuados. Por
ello, en el actual proceso de gestación de los planes de desarrollo municipal y
departamental habrá que prestar especial vigilancia no sólo al hecho de que la
comunidad afrodescendiente sea convocada y tenga efectivamente la oportunidad
de incidir y plantear sus propias propuestas en los mismos. Además será
necesario hallar formas para contener el egoísmo, el canibalismo corporativo y
la avidez inclemente con la que algunos liderazgos buscarán asegurarse, por
cuatro años más, las treinta monedas con las que sobrevive su clientela.
Trabajos citados
Castiblanco, Esteban. «Resultados circunscripciones
especiales Congreso - Elecciones 2010.» MOE, Misión de Observación
Electoral. 2010.
http://www.moe.org.co/webmoe/images/stories/PAPER_RESULTADOS_2010.pdf.
de la Cadena, Marisol.
«Introducción.» En Formaciones de indianidad. Articulaciones raciales,
mestizaje y nación en América Latina., de Marisol de la Cadena (ed).
Envíón editores, 2010.
La ley de Heródes. Dirigido por Luís Estrada. 1999.
Laurent, Virginie. «Con
bastones de mando o en el tarjetón. movilizaciones políticas indígenas en
Colombia.» Colombia Internacional (Universidad de los Andes) 71 (2010):
35-61.
Machado Aráoz, Horacio. Economía
política del clientelismo: democracia y capitalismo en los márgenes. Grupo
Editor Encuentro, 2007.
Mosquera Rosero, Claudia.
Acá antes no se veían negros: estrategias de inserción de la población
negra en Santafé de Bogotá. Bogotá: Cuadernos de investigación.
Observatorio de cultura urbana, 1998.
Mosquera Rosero, Claudia.
«La persistencia de los efectos de la "raza" de los racismos y de la
discriminación racial: obstáculos para la ciudadanía de personas y pueblos
negros.» En Debates sobre ciudadanía y políticas raciales en las Américas
Negras, de Claudia Mosquera Rosero-Labbé, Agustín Lao Montes y Cesar
Rodriguez Garavito, 17 - 108. Universidad del Valle - Universidad Nacional,
2011.
Peñaranda, Ricardo. «Los
nuevos ciudadanos: las organizaciones indígenas en el sistema político
colombiano.» En Degradación o cambio: evolución del sistema político
colombiano., de Francisco (comp) Gutierez Sanin, 131-181. Norma, 2002.
Reid Andrews, George. Afro-latinoamerica
1800-2000. Iberoamericana, 2007.
Rivas Maldonado, Piero. Participación
política afrodescendiente en Medellín. Trabajo de investigación para optar
al título de politólogo. Universidad de Antioquia, Pregrado en Ciencia
Política, 2012.
Romero Medina, Amanda.
«Movimientos de pueblos indígenas y afrodescendientes en América Latina: retos
desde lo local y lo mundial.» Revista futuros. Vol. 2, Número 5 de
2004. http://www.revistafuturos.info/futuros_5/mov_soc_1.htm.
Ruiz Serna, Daniel.
«Etnia, raza y cultura en la acción política: ¿nuevos retos para la gobernanza
en Colombia? La ley 70 y los elementos de legitimidad en las organizaciones
sociales de gente negra en la región del Bajo Atrato. .» IRG, Institut de
recherche et débat sur la gouvernance. 26 de Agosto de 2006.
http://www.institut-gouvernance.org/en/analyse/fiche-analyse-252.html.
[1] Estos dos refranes son
populares en mexicano, y se los hizo ampliamente conocidos ahora por una
película (Estrada 1999) , en la que se
reproduce en tono satírico el asunto de la tiranía burocrática, el clientelismo
personalista y la apropiación indebida de los recursos públicos.
[3] En Colombia no sólo los
partidos sino igualmente las organizaciones étnicas de contenido social,
deportivas, culturales y de diverso índole pueden presentar candidatos a la
circunscripción especial indígena o afrodescendiente, dado que sólo se les
exige estar asentadas en el registro del Ministerio del Interior. Esta
reglamentación, pese a que puede considerarse favorable a la ampliación de la
participación en representación de los grupos étnicos ha significado a la
postre el deterioro de los procesos de constitución y movilización de un
electorado étnico, al reflejar las prácticas de cooptación, atomización y
dispersión de tal electorado por parte de agentes partidistas adeptos al modelo
clientelar personalista y a la necesidad generada a las organizaciones para que
reproduzcan el modelo de partidos en su participación en comicios electorales
para organizar no solo sus propios votos sino los votos solidarios o de apoyo.
[4] Esta frase fue utilizada en
la campaña a la Alcaldía de La Estrella, Antioquia por un candidato con
pigmentación y facciones vinculadas a lo afro, abiertamente reacio a asumirse o
identificarse como afrodescendiente y muy interesado en ‘blanquearse’ ante sus
electores.
[5] El carrusel burocrático es
un ejercicio para dilatar la atención a las demandas presentadas por las
comunidades o sus liderazgos y consiste en rotar de oficina en oficina una
petición o proponer tramitar un asunto postergando su presentación ante el cuerpo
legislativo o ejecutivo “hasta que estén dadas las condiciones”. Las
comunidades y sus liderazgos suelen expresar que están cansados de que “les
mamen gallo” cuando advierten tal práctica y sus efectos perversos en la
generación de expectativas de tratamiento de cuestiones que para estos resultan
urgentes.
[6] La práctica conocida
coloquialmente como “ceveye” o “cómo voy yo” refleja la construcción del
clientelismo personalista para el que, sea cual sea el asunto gestionado ante
instituciones públicas e independientemente de su utilidad, conveniencia
comunitaria o urgencia, lo que importa es la porción con la que se participa en
el reparto de los recursos, bienes o servicios públicos. De tal práctica
participan tanto el solicitante de una acción estatal y el determinador de una
política como el intermediario que pueda realizar la operación válidamente,
ampliándose la lista de acuerdo al tipo de trámite o proceso adelantado o en
relación a su complejidad y dimensión presupuestal.
[7] Los resultados de los
cuatro procesos electorales en los que se ha elegido representantes
afrodescendientes dan cuenta de ello. En la lista de representantes
figuran Zulia Mena, Agustín Valencia,
María Isabel Urrutia, Willington Ortíz, Silfredo Morales, Yahir Acuña y
Heriberto Arrechea; con disimiles
niveles de protagonismo, participación, liderazgo y reconocimiento entre las
organizaciones del movimiento afrodescendiente en el país. El proceso de
dispersión de esta fuerza electoral resulta evidente al presentar 67 listas con
170 candidatos disputándose 2 curules en los comicios del 2010.
[8] “La Conferencia Nacional de Organizaciones Afrocolombianas
-CNOA-
es una convergencia de 264 organizaciones inscritas hasta el momento. En
la CNOA confluyen organizaciones de mujeres, jóvenes, personas en situación de
desplazamiento, Consejos Comunitarios y Organizaciones Urbanas; así como
organizaciones de primer nivel y segundo nivel como redes y articulaciones;
también la conforman organizaciones que desarrollan trabajos a nivel local,
regional, nacional e internacional”, tal como se lee en su página web www.convergenciacnoa.org
[9] El
Proceso de Comunidades Negras de Colombia (PCN) es una red de organizaciones
afrocolombianas que en la década del 90 se articuló en torno a la defensa de
los derechos étnicos, culturales y territoriales. Su ideario está animado por
los principios de “1. Afirmación del SER Reafirmación de la identidad cultural
de las Comunidades Negras. 2. Espacio para SER La defensa del territorio
ancestral de las Comunidades Negras y del uso sostenible de los recursos
naturales. 3. Ejercicio del SER La participación autónoma de las Comunidades
Negras y sus organizaciones en el proceso de toma de decisiones que las
afecten. 4. Una Opción Propia de FUTURO. La defensa de una opción de desarrollo
acorde con las aspiraciones culturales de las Comunidades Negras, y cultural y
ambientalmente sostenible. 5. Solidaridad. Aportar desde las particularidades a
la lucha de las Comunidades Negras y demás sectores por la reivindicación de
sus derechos y por la construcción de un mundo mas justo”, según se lee en su
página web www.renacientes.org.
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