Me lo imaginaba imponente, airoso, entusiasta y animado por la ferocidad con la que le habrían alimentado años de enfrentar a un régimen segregacionista como el surafricano. En mi mente resplandecía su aura de luchador imbatible al que la libertad esclavizada le parecía poca cosa frente a la potencia de su imagen aprisionada.
Tras varios lustros en la cárcel, había prevalecido fulgurante y victorioso ante el reto al confinamiento con el que se sostenía el maléfico apartheid que condenaba a la miseria, la ignorancia y la marginalidad a mis hermanos y hermanas en una de las naciones más ricas del continente madre.
Años atrás, en plena adolescencia, habíamos tenido noticias de Soweto y del heroico martirio de Steve Biko, joven líder de la resistencia tras el Movimiento de Conciencia Negra, asesinado en 1977 por la malevolencia de la política de Pretoria. Luego supimos que Biko y Mandela nunca se conocieron, pero en nuestro relato nos sorprendía la manera como el martirio de uno alimentaba la lucha del otro y cómo se fusionaba en la imagen de ambos aquella idea de que ser humano es abandonar el obtuso camino de la superioridad y la inferioridad que hace a unos blancos y a otros negros. Por eso quería hablarle de Steve Biko cuando lo conociera.
Me generaba intensa inspiración la vida sacrificada de quien prontamente entendió que “negro” es la construcción imaginativa del opresor frente al oprimido, más allá del sólo color de la piel y que por ello había que luchar contra toda forma de subrogación y dominio soportada sobre esa invención; tal como más adelante sintetizó Achille Mbembe en un libro infaltable.
Imaginaba sus ojos habitados por la intensidad con la que miran quienes han tenido tiempo suficiente para viajar hacia adentro, oteando en las profundidades de la soledad los trazos de la invicta sabiduría. Muchas veces habría tenido que llorar. Muchas más, seguramente le habrían asaltado los gemidos y los reclamos de la tentadora desesperanza, cuestionándolo todo; ansiando habitar el cálido y seguro útero maternal.
En cada preparación del anhelado encuentro volvía a aquella vieja foto que un Misionero de Yarumal me había mostrado para enseñarme el significado de la entrega. “hay que darlo todo”, decía, mientras yo volaba hasta la isla Robben o al aislamiento carcelario de Pollsmoor o Víctor Verster para contemplarle conversando consigo mismo y meditando sobre el largo camino de la libertad en sus silenciosos corredores. La cárcel por tantos años me parecía un suplicio inmerecido e inmisericorde para un luchador que por todos los medios disponibles peleó por su pueblo para que llegaran días mejores.
En medio de la ensoñación, empezaba a acumular lecturas sobre este héroe del que apenas si contaron nada en los medios colombianos. Con su semblanza configurada entre canciones, documentales, películas, declaraciones de artistas y pronunciamientos de diferentes naciones y organismos internacionales, crecía mi ilusión por conocer a aquel que luego recibiría el Premio Nobel mientras se hacían pedazos las barreras infranqueables de una política demencial sostenida con hambre y odio para los pueblos dominados a punta de arrogancia, prepotencia y violencia sistemática, sostenida por el régimen exclusivista que los blancos Afrikáner instalaron en Suráfrica.
No sabía si le diría “Nelson”. Tal vez debería nombrarle “Rolihlahla” o con alguno de sus otros nombres patricios, como me informaron que hacían en su comunidad natal Xhosa, o reconocerle que recibió el honroso título de Madiba perteneciente a su clan Thembu. Estaba hecho un caos con todos estos asuntos, aspirando a esclarecerlos en cuanto tuviera la oportunidad de conocerle.
Pero el encuentro se aplazó. De hecho, creo que nunca habría sido posible; excepto en mi imaginación. Por eso tuve que conocer a Mandela en sus libros, en los relatos sobre su vida, en su obra como Presidente y como líder de un mundo que aun camina en busca de libertad.
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Escrito para Licenia Salazar11 h. #DiaDeNelsonMandela #Mandela100
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