Ellos no lo saben, pero lo hacen
Carlos Marx
Un milenio huérfano avanza en su segunda década, sin
que el clamor por transformaciones radicales al modelo de consumo, apropiación
y acumulación voraz alcance todavía la fuerza de un volcán en erupción. Sin
embargo, la multitud de autocovocados que hoy marcha y se moviliza, hace escuchar las voces de las y
los que se declaran indignados; los humillados y ofendidos en este cambio de
era en el que el poder, arbitrario y oligopólico, logra aun preservarse para
los menos en contra de los más. Su presencia tímidamente amenazante crece como
la sombra de un fantasma a las puertas de Wall Street, en las calles de Bogotá
o Medellín, frente al Palacio de la Moneda,
en República Dominicana, Inglaterra, España, Grecia, Italia, Brasil y en las en
las plazas más diversas por todo el mundo.
¿Humillados y ofendidos para qué; contra
quienes? Según el alcalde de New York, un liberal con vagos recuerdos de El
Capital y una cínica lectura de Zizek, la gente no sabe lo que quiere, pero lo
quiere ya. En mayo del 68, la multitud francesa también fue acusada de no
saber, querer mucho y demandarlo con urgencia. Acusar al otro de ingenuo, apuntalados
en la placidez contemplativa del que afirma ser realista, siempre será una
estratagema de quienes, con una enorme capacidad de enmascaramiento y
mistificación, se abrogan el derecho de saber muy bien lo que hacen. Lo cierto
es que la osadía de orquestar marchas multitudinarias, activar a millones de
adeptos en redes virtuales, asentarse en campamentos de larga estadía e incluso
promover maratones de besos y abrazos a la fuerza policial ha hecho evidente en
la agenda mediática, en las escuchas noticiosas y en las imágenes que recorren
el planeta con la inmediatez de las redes virtuales, el reclamo contrahegemónico de un mundo, ahora sí,
definitivamente humano.
La multitud, los muchos, el
pueblo, la ciudadanía, la sociedad civil, el constituyente primario; predicado en
plural o en diversidad, expresa la debacle del modelo de bienestar acumulado
para unos frente al malestar generalizado para otros, que permite que no ceda
la inversión en fuerza coactiva y armamentismo y se acreciente la concentración
de la riqueza mientras el hambre y la miseria rondan. Un modelo en el que
respirar, alimentarse, educarse, trabajar, pensionarse y estar saludable
parecen ser bienes humanos inciertos y desasegurados.
Los economistas europeos, en la precariedad de su centrismo y fieles
a su tradición domesticadora, miran la pobreza creciente en sus fronteras y
nombran al fenómeno de la bancarrota nacional como un proceso de
“africanización”, persistiendo en su prepotente hábito de barbarizar el mundo
del otro y reducirlo a pesadumbre. Con vivacidad, el ritmo tiránico del cálculo
financiero impone a todo volumen su oda al desempleo, la desregulación y el
salario de hambre, desoyendo el estremecimiento y la combustión desesperada que
crece por todos lados, levantándose cada vez con más ahínco aunque sin
encontrar todavía la chispa que pueda producir transformaciones radicales. La
política del cinismo reemplaza a la del bienestar, mientras los banqueros
continúan inventándose nuevas estrategias de mercado que les permitan,
plácidamente, seguir nadando contra la corriente.
Del lado de las ideas políticas
la deuda persiste; la aspiración comunista sucumbió ante el peso del estado
centralizado y los marxistas se retiraron, avergonzados y resignados, al
silencioso exilio de la pasión, dejando el espacio de la acción pública a los
fanáticos del libre cambio, la confianza inversionista y la privatización, llevándonos
a un momento en el que, no quedan dudas ya, se hace evidente que el capitalismo
padece una incapacidad mortal para atomizar desigualdades, las cuales resultan
acrecentadas bajo su manto, condenando a la
miseria a uno de cada siete habitantes del planeta.
Del lado hegemónico del poder se
miran los acontecimientos y se desconoce al oponente, se lo minimiza, se lo
acusa de ignorante, ingenuo y romántico, al tiempo que continúa la venta del
estado, la vendimia del erario público, el acaparamiento y la apropiación de la
riqueza producida socialmente. La política tambalea ante la economía, la acción
corporativa se camufla tras la decisión gubernamental y los procesos
electorales ni siquiera aspiran a interpretar fuerzas sociales en tensión,
animados bajo el efecto somnífero del adiós a las ideologías. La lucha armada
resulta insostenible e impopular; con lo que se impone hoy un ánimo de levantar
el puño, estacionarse, marchar y gritar sin violencia mientras,
paradójicamente, los escuadrones policiales de reacción inmediata golpean,
lanzan gases, bombas de aturdimiento y balas de goma, retienen manifestantes e
incluso los desaparecen.
Mientras tanto, en la calles la
multitud crece y crece sin que logre socavar, todavía, los muros de la
arrogancia, la avaricia y la indiferencia de los sectores sociales que han
producido leyes para su propio beneficio, edificado instituciones para su
aseguramiento y construido un sistema que en lugar de extender el bienestar
para los más asegura la extensión de privilegios para los menos. Frente a los
logros precarios de tal movimiento masivo de autoconvocados se impone la
necesidad de darle cohesión, dotarle de una fuerza transformadora capaz de
socavar esta antigua era del desarraigo.
Mientras el siglo madura,
asistiremos con seguridad a muchas marchas y nuevas autoconvocatorias. Sin
embargo, esta era en mutación y aun sin corazón, reclama desbordar los
estrechos toneles de la indignación y el desencanto hasta navegar en las nuevas
aguas de la política hecha en serio y no como una pálida y temporal puesta en
escena. Encontrar, más allá de la crítica escasa de propuestas, una ruta; al
menos, que conduzca a gestar una sociedad planetaria para seres humanos
situados, concretos y palpitantes; que no parezca un taller, ni una fábrica, ni
un tendido productivo o un desierto de solos. Barruntar tal escenario debería
constituirse, necesariamente, en la única tarea de la ciencia social de nuestro
tiempo.
Si bien los eventos que se
dibujan hoy en el planeta, sumados aun artificiosamente, parecieran alentar la confianza
en que hemos empezado a caminar, alejándonos del terreno fangoso e indefinido con
el que el siglo veinte persiste en retenernos; falta mucho, Nietzsche, para
parir siquiera una pequeña estrella.
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