La paz esta, de nuevo, en escena. Colombia, un país que ha padecido la guerra como expresión violenta de su incapacidad para concertar y poner en discusión los beneficios del poder, la tenencia y distribución de riquezas, la propiedad de bienes y medios productivos, el disfrute material del trabajo y la generación de bienestar para sus ciudadanos; aspira ahora a construir una plataforma sólida para que gobierno y guerrillas encuentren en el diálogo y la concertación un escenario que, en corto tiempo, produzca su desmovilización, desarme y entrada civilista a la vida nacional, liberando un considerable porcentaje del presupuesto nacional para atender, por fin, graves problemáticas sociales no enfrentadas suficientemente hasta ahora, tal como ocurre con el grueso de la población afrodescendiente.
Como protagonistas en esta empresa aparecen hoy dos sujetos puestos por el decorado histórico en el lugar de adalides de la paz sin que haya sido este su propósito. De un lado Juan Manuel Santos, obligado a entender el actual momento del conflicto armado colombiano, cede tímidamente a entrar en diálogos, sin arriesgarse a desairar a quienes vociferan que a las FARC se las puede eliminar en el campo de batalla o a toneladas de explosivos sobre sus cabecillas. Del otro lado, promovido súbitamente al mando de las FARC por los innegables éxitos militares de la fuerza oficial, Timoleón Jiménez proclama sentarse a la mesa de igual a igual, no para pactar la rendición de esta fuerza insurgente sino para negociar la salida política a la confrontación histórica que vive el país. Mientras tanto, tras bambalinas se dejan escuchar los gritos acalorados de quienes, posando aun de corifeos, alimentan el odio y reclaman el respeto irrestricto al guión de la guerra bajo el lema incendiario del batallar, batallar y batallar.
En el discurso público esbozado en la presente semana, en ambos se nota todavía la incomodidad de sentirse en un escenario distinto al que aspiraban concretar. Un par de años atrás, al llegar a la Presidencia, Santos afirmaba que sólo consideraría las posibilidades de entrar en diálogos ante hechos de paz claros y manifiestos por parte de la guerrilla los cuales, sin embargo, no parecen haberse configurado. Por el lado de las FARC, parecía imposible que llegaran a este escenario teniendo al frente a quien con contundencia como Ministro y como Presidente ha asestado duros golpes a una guerrilla acostumbrada a ver morir de viejos a sus comandantes.
Ante los espectadores, unos y otros elevan la voz para que se les reconozca fuertes, triunfantes y combativos; sin dejar de leer la paz como un subproducto de la guerra; por lo que han decidido, por ahora, entrar a dialogar con las armas en las manos.
Habrá que aguzar mucho más la capacidad analítica para desentrañar los discursos ocultos con los que se entendería el inicio del actual proceso, cuyo desenlace pondría fin a largas décadas de desencanto, derrotas y decepciones para las y los colombianos; cansados e impotentes ante un conflicto sostenido en su contra. De hecho, lo que sorprende del proceso iniciado es que en las voces de sus protagonistas no aparece la urgencia por adentrarse en esta causa en nombre de sus más de cuarenta millones de víctimas.
Al indagar por las motivaciones para negociar, no parece creíble que a Santos lo mueva su reelección para entrar en diálogos pues esa sería una consecuencia obvia del éxito en esta gestión y un imposible si fracasa, capitalizable por su ahora público y declarado contradictor. Tampoco parece convincente el argumento de que hoy el país está en mejores condiciones que diez años atrás como lo afirma el Ministro de defensa, dado que ello no explicaría la salida virulenta con la que figuras significativas del establecimiento han reaccionado contra este proceso ni la ‘prudencia cauta’ que han defendido los gremios. Menos aun parece que al gobierno lo anime la convicción de que a las guerrillas no se las pueda derrotar militarmente, como se aprecia al bombardear el campamento de un importante cabecilla de las FARC en plena semana de pronunciamientos. Tampoco puede olvidarse que la guerra ha sido el telón de fondo sobre el que se ha pintado el rentable slogan de que “la economía va bien aunque el país va mal” con el que personajes dedicados a hacer negocios, banqueros, industriales, terratenientes, mineros y ganaderos, han prosperado significativamente en medio de la guerra, incluso estimulando.
Frente a ellos, las consideraciones de las víctimas de un conflicto fraticida e inveterado resultan tímidas por el momento. De hecho, en ninguno de los equipos negociadores aparece quien enarbole sus banderas ni hable en su nombre. El que las FARC se hayan adelantado a afirmar que no tienen secuestrados en sus frentes no sólo es problemático sino sorpresivo en la medida en que, de ser cierto, implicaría que la cifra de civiles desaparecidos y asesinados por actores armados en Colombia habría crecido ostensiblemente, desactualizando aquellas con las que cuentan organizaciones movilizadas en torno a sus reivindicaciones.
En este escenario, será necesario que ingresen otros protagonistas a sumar su voz al coro de la paz. Desplazados y desterrados; hijos huérfanos; madres y padres que reclaman a sus hijos; activistas desaparecidos y exiliados; rehenes y secuestrados; prisioneros y condenados y un número considerable de hombres y mujeres víctimas de un proceso de devastación criminal y oprobioso a ambos lados de los frentes. Por eso, más allá del optimismo o la cautela lo que queda claro es que el país acompaña esta nueva oportunidad para avanzar sin armas en el siglo para el que la lucha armada pareciera estar clausurada.
Aunque se escuchen voces en contrario, arriesgarse y apostarle a construir un escenario de paz para el país no sólo es ventajoso sino necesario si queremos alcanzar mejores metas e indicadores de desarrollo humano resolviendo contradicciones que bajo los gritos de batalla no han podido ser resueltas, muchas de ellas ni siquiera escuchadas; razón por la que el movimiento afrodescendiente debería pronunciarse y movilizarse decididamente para arropar este proceso, abrigarlo y cuidarlo de sus declarados enemigos; como quiera que buena parte de las víctimas de la guerra evidencian el drama y el sufrimiento con rostro de hombres y mujeres de ancestro africano en el país.
Hermano Arleison, creo que esta es una provocación fundamental para al movimiento social afrocolombiano y por supuesto otros sectores sociales del pàís. Es necesario en los procesos de formación política de nuestro proceso motivar una mirada afro a estos procesos de paz. El comite unitario puede jugar un rol en esto. No podemos seguir de observadores ante las cifras de desterrados y la "repartiña" de nuestros territorios, que es un tema central (la tierra), pero nosotros y nosotras como actores hemos quedado aislados de estas discusiones.
ResponderEliminarApreciado Yeison.
EliminarMe parece pertinente tu comentario y acompaño toda intención de movilización e incidencia en este sentido.
Arleison